[Ilustración: Mind of Robot]
[Ilustración: Mind of Robot]
Jerónimo Pimentel

Hace unas semanas un amigo me regaló El campeón ha vuelto, de J. R. Moehringer. Subsumido en la euforia futbolística e inmerso en el delicioso ejercicio de destruir la falsa nostalgia del 82 con el presente ruso, dejé el pequeño volumen en la mesa de noche sin prestarle mucha atención. Unos días después, un viaje que implicaba 12 horas en avión me obligó a buscar lecturas. Lo cogí sin percatarme del gesto anticlimático y, ya en el aire, a 10 mil metros de todo lo que importa, salió de mi maletín por cuenta propia cuando buscaba mis audífonos. No lo guardé más.

Desde las primeras páginas, un prólogo a la edición española, Moehringer define su propósito con humildad y sin aspavientos: quiere contar una historia. No sé si es una gran historia. No sé si existen, intrínsecamente, mejores historias que otras. Pero esta va así: una compañera de trabajo, organizando los archivos, le comparte al autor un suelto publicado tiempo atrás en el que se informa que Bob Satterfield, un exboxeador de los pesos pesados alguna vez voceado como retador al título, duerme en las calles de California. Satterfield no es un púgil que se venga a la cabeza de nadie que no sea un amante duro de la ‘dulce ciencia’. Pero a Moehringer le gusta el boxeo. Cree, como muchos, que comparte con la escritura el ejercicio de la soledad y la inminencia del fracaso. Y va por él.

Hay alguna pista de qué motiva su decisión: Moehringer pasa por una crisis profesional. Todos los que hemos trabajado en redacciones conocemos ese momento, las noticias, por más urgentes que parezcan, se nos hacen tontas e iguales. Vemos a nuestros colegas cumplir robotizados el día a día. Las tapas que nos desvelan por la noche se ven indistintas a la mañana siguiente. Hemos creado, a manera de defensa, una suerte de escudo que nos insensibiliza contra las tragedias cotidianas, pero que también impide que la verdad se abra paso a través de ese filtro con el que convertimos los hechos en noticias. Si no tomamos medidas, los periodistas podemos caer en el peor de los vicios: el cinismo. Conozco a varios colegas que no solo viven, sino que se han parapetado ahí. Es un lugar del que no se vuelve fácilmente.

Lo que conmueve del gesto de Moehringer es que su entorno lo presiona para que prevalezca la rutina, pero él decide entregarse a su intuición narrativa. Sin ser un estilista, sin poseer un método de investigación nuevo ni particularmente riguroso (“con la tecnología de hoy”, comenta, “tal vez se habría resuelto el enigma de la identidad de Satterfield en media hora”), logra entender que en ese hombre hay una historia. ¿Pero cuál?

Detrás de ese peleador que cada noche vaga por las calles de Los Ángeles con un carrito de supermercado en busca de una cena caliente, al solo cobijo de algunas peleas olvidadas que imita con alegría y perfección, se esconden grandes temas: la identidad, la paternidad, la adultez, la decadencia, la memoria, la escritura, el legado, los triunfos y derrotas que, ya convertidos en símbolos y metáforas, se convierten en hitos a los que uno vuelve para entenderse a sí mismo. Es gracias a este mecanismo que a partir de cierta edad uno se puede llamar a sí mismo ‘campeón’ sin mentir demasiado.

Esta es una historia de boxeo, sí; bien puede acompañar a las obras maestras de Joyce Carol Oates, A. J. Liebling y Leonard Gardner. Pero su lugar también está junto a El periodista y el asesino de Janet Malcolm, El ladrón de orquídeas de Susan Orlean y, de una forma menos evidente, HHhH de Laurent Binet. Comparte con ellas un procedimiento: un espíritu duda de su obsesión mientras se entrega a ella. En esa aparente contradicción se encuentra un motor poderoso que, en vez de emplear la confesión o el testimonio personal como una excusa de la vanidad para invadir la historia y competir con ella, se sirve del ego como un combustible a quemar para entregarse neuróticamente a una pasión, digamos, escogida. Esta es un espacio de espejo y soledad: cuando el objeto del deseo brilla los destellos iluminan también los ojos del espectador.

No es el propósito de esta columna revelar la trama de un libro en la que el argumento, particularmente, importa. Tampoco pretendo una lección moral, una invitación a reconsiderar la autoayuda ni, mucho menos, llevar a ningún colega a explorar las aguas opacas de la deontología en la era de la posverdad. Pero si aún es posible recomendar un libro sin otra intención que la del puro disfrute, y sin otro contexto que el del lector que escribe para otro lector, que este sea el caso. ¿La literatura o el periodismo nos pueden salvar? Quizá solo por los ecos de esa pregunta valga la pena mencionar también Cómo estar solo, de Jonathan Franzen. Pero eso tendrá que ser en otra oportunidad.

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