Ley de Murphy
Ley de Murphy

Por: Pedro Cornejo
Muchas veces cuando tememos que algo negativo nos va a suceder y efectivamente sucede, lo atribuimos a la falta de suerte, a la fatalidad o a lo que se conoce como la ley de Murphy, que, en resumidas cuentas, reza así: “Todo lo que puede salir mal saldrá mal”.

Si bien hay quienes discuten hasta qué punto se puede sostener la validez de dicho adagio, queda claro que la idea de que existe una fatalidad inherente a lo que ocurre en el universo, en general, y en los asuntos humanos, en particular, es un referente dentro del imaginario popular. Y el hecho de que ocurran cosas que parecen ‘demostrar’ la veracidad del aserto ha contribuido notoriamente a ello. De hecho, en el momento en que me propuse escribir estas líneas apareció en mi mente la sombra de que no podría hacerlo porque “algo me lo impediría”. Dicho y hecho: mi computadora se colgó varias veces antes de que, finalmente, pudiera llevar a buen puerto mi tarea. Alguien dirá que esto es la prueba de que la ley de Murphy no es otra cosa que la expresión de nuestros más afiebrados temores. Temores que, sin embargo, son reales y, muchas veces, nos llevan a caer en la trampa a la que alude la mencionada ‘ley’. En cuyo caso, los espíritus pesimistas esbozarán una sonrisa de socarrona complacencia.

En realidad, lo que está detrás de todo este juego de probabilidades sobre lo que va o no va a suceder en el futuro es el viejo dilema filosófico entre determinismo y libre albedrío. ¿Podemos moldear lo que ocurrirá mañana de acuerdo a nuestra voluntad? ¿O todo ya está predestinado y no queda otra cosa que esperar a que ocurra lo que tiene que ocurrir? Esto nos lleva a detenernos un momento en un término que está en la base de la ley de Murphy y de todos los determinismos a los que se le puede asociar. Me refiero a la palabra latina fatum de donde proviene fatalidad, entre otros términos afines. De acuerdo al Diccionario de la RAE, fatum es una voz latina que significa ‘hado’, que, en la tradición clásica, alude a ‘una fuerza desconocida que obra irresistiblemente sobre los dioses, los hombres y los sucesos’. Y, como segunda acepción, el Diccionario señala: ‘Encadenamiento fatal de los sucesos’. El Diccionario de Oxford en español, por su lado, añade que fatum significa ‘destino’. De donde viene la idea de que todo en la vida tendría trazado su destino y no quedaría más que aceptarlo con serenidad, en el mejor de lo casos.

Pero ocurre que el término fatum/destino proviene de una bonita palabra griega: moira, que, literalmente, significa lote. En la Grecia antigua se consideraba que todos los seres humanos veníamos con un lote a cuestas al que estábamos condenados o destinados. Algo así como una mochila que, independientemente de nuestra voluntad, debíamos cargar y que, por lo tanto, limitaba o acotaba el rango de nuestras decisiones que sería mucho más amplio si no tuviéramos ese peso sobre nosotros. En tal caso, el destino, es decir, el fatum no sería otra cosa que todo aquello con lo que nacemos y que no hemos elegido (nuestro lugar de origen, nuestros padres, nuestra condición humana, el “mundo” al que fuimos arrojados, etc.). Todo aquello, pues, que nos condiciona y que hace que nuestra libertad de ser lo que queremos ser se desarrolle siempre dentro de ciertas coordenadas de las cuales resulta siempre saludable ser conscientes.

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