(Foto: Archivo El Comercio)
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Editorial El Comercio

En círculos esotéricos o de ficción existe la idea de que en ocasiones la palabra proferida o escrita se puede convertir automáticamente en realidad. Este pensamiento mágico ha sido reseñado con amplio éxito comercial en series animadas, documentales, libros de autoayuda y otros canales masivos. Hoy parece haber llegado también al Congreso de la República.

Como se sabe, el último jueves el pleno aprobó en segunda legislatura un proyecto de ley que modifica la Constitución para incorporar el “derecho al agua”. Con 100 votos a favor y ninguno en contra, se agregó el artículo 7-A, que señala que “el Estado reconoce el derecho universal y progresivo de toda persona de acceder al agua potable” y “garantiza este derecho priorizando el consumo humano sobre otros usos”. El texto también menciona que el agua “constituye un bien público y patrimonio de la nación” y que “su dominio es inalienable e imprescriptible”.

Un primer nivel de lectura apunta a que el nuevo texto constitucional es, sin duda, bienintencionado. ¿Quién podría oponerse, si no, a que toda persona tenga acceso a agua potable? Después de todo, el agua es un bien elemental para toda sociedad y su manejo sostenible debe ser prioridad.

Pero la buena intención llega hasta ahí. Plasmar una idea de este tipo en un texto no genera mecanismos reales para que el nuevo derecho se haga realidad. Como en tantos otros casos de derechos “garantizados” que quedan en letra muerta, el pensamiento mágico legal y las buenas intenciones no funcionan sin un marco institucional que los respalde.

Más aun, la manera en que ha sido planteada la reforma tiene ciertamente el potencial de inhibir que sus intenciones declarativas efectivamente se materialicen. El lenguaje usado alrededor de la propuesta, ilustrado por la congresista Marisa Glave (Frente Amplio), está plagado de conocidas fórmulas políticas como “bien público”, “inalienabilidad” y “recurso estratégico”. En el mejor de los casos, estos lugares comunes están vacíos de contenido. Pero vistos con mayor suspicacia, sin duda podrán ser utilizados como el candado final para impedir las reformas estructurales que el sector necesita urgentemente.

Hoy hay más de 8 millones de peruanos que carecen de agua corriente y buena parte de la responsabilidad recae en un sistema administrado por EPS públicas desfinanciadas, ineficientes y, lo que es peor, sin incentivo alguno de mejora.

Según el gobierno, se requieren casi S/50 mil millones para cerrar el déficit de infraestructura en agua y saneamiento. Esta enorme cifra hace necesaria la participación del sector privado, pero la nueva reforma no deja claro el espacio legal que puede tener la iniciativa privada en este proceso. Sin esta última, no pueden existir precios adecuados para orientar la oferta y la demanda de agua, incentivos para cuidarla, ni incentivos para invertir en infraestructura que garantice su disponibilidad. La advertencia triunfal de la congresista Glave durante la sustentación del proyecto respecto a que ahora “nadie, ningún privado, se la puede apropiar” (entiéndase, el agua) es muy parecido a decir que ahora nadie, ningún privado, tendrá incentivos para contribuir a solucionar los problemas de escasez y mala administración del recurso. El ineficiente monopolio de las EPS asegurado constitucionalmente.

Visto así, podría ser un error interpretar este nuevo texto constitucional como uno meramente declarativo. Más bien, y paradójicamente, el inocuo y bienintencionado artículo no sería solo una muestra del pensamiento mágico de nuestros parlamentarios, sino que podría contribuir directamente a mantener la escasez y la mala administración del mismo “recurso estratégico” que dice proteger.