(Foto: Agencias).
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Richard Webb

Esta vez el instrumento fue la mano del arquero colombiano David Ospina. Pero quién puede dudar de que, en ese instante, lo que vimos fue una intervención divina. Quizás el primer milagro genuino captado en cámara. Ciertamente la versión anterior de Maradona fue una simple ilusión óptica, un acto de prestidigitación, meramente humano.

El milagro me hizo pensar en el papel del azar, tema eterno en el oficio del historiador. Jorge Basadre dedicó un libro a esta pregunta. Allí cita al escéptico pensador francés La Rochefoucauld, quien dijo: “Aunque los hombres se jactan de sus grandes acciones, ellas no son efectos de un gran designio sino del azar”. Pero Basadre tomó un camino menos agnóstico, y más acorde con el amor propio de su oficio, diciendo: “La historia mirada en conjunto es, como todos saben, un proceso; y el azar puede tan solo ayudar o retardar el designio”. O sea, con o sin la mano de Ospina, igual íbamos a llegar al Mundial (algún día).

Puede ser. Pero me impresiona el peso del azar. Dos veces me ha tocado explicar eventos que han cambiado al Perú y que, en mi opinión, tuvieron más de azar que de designio.

El primero fue la masiva privatización de la economía peruana en los años noventa, un vuelco de proporciones históricas. Se redujo drásticamente la intervención estatal en actividades productivas y el control de precios de productos claves. Los cambios fueron institucionalizados a través de una nueva Constitución. ¿A quién culpar? ¿O felicitar? Después de estudiar la historia de ese suceso, quedé convencido de que, más que nada, se trató de una mutilación involuntaria.

La prueba más convincente es que la mayor parte de la contracción del Estado se había producido antes del cambio de gobierno en 1990. Las ventas de las empresas públicas, que en 1975 representaban 28% del PBI, se habían reducido a solo 9,5%. En 1990, el gasto público por persona era apenas un quinto del nivel que tenía en 1975. La seguridad interna desaparecía ante el avance del terrorismo y del narcotráfico. Y la mayoría de los mercados regulados se había liberado informalmente. El dólar se compraba y vendía libremente en el jirón Ocoña, los bancos hacían caso omiso a los topes a las tasas de interés, crecía el contrabando y los mercados informales daban la vuelta a los controles de precios. El Estado se achicó tanto que cuando llegó al año 1990 era una sombra de lo que había sido. La privatización fue mayormente un tiro que salió por la culata, sin designio ni medida formal.

El segundo golpe del azar fue igualmente transcendental: la extraordinaria reducción de la pobreza rural, que resultó accidentalmente de la descentralización fiscal. Treinta años atrás, una reforma agraria no tuvo impacto sobre esa pobreza. Tampoco un gran número de proyectos y obras. Hasta que en el 2001 se dio la descentralización fiscal, más como medida política que económica. Pero lo primero que hicieron los alcaldes y sus comunidades fue construir trochas y caminos para, por fin, salir de su aislamiento. Casi simultáneamente llegó el celular para reforzar la conexión. Nadie se imaginó el impacto que vendría sobre las oportunidades productivas y de empleo rural. Designio no hubo. Pero no excluyo que ahí también estuvo presente la mano de Dios.