Asesinato del embajador ruso: (Est)ética de un disparo
Asesinato del embajador ruso: (Est)ética de un disparo

Mevlüt Mert Altintas (de 22 años, vestido de traje y corbata) es el foco de la toma. Detrás de él, a la derecha de la foto, yace el cadáver de Andrei Karlov, embajador de Rusia en Turquía. La foto captura a Mevlüt gritando, en medio del discurso en el que pedía “recordar [la masacre de] Alepo”. Las paredes y el piso blancos de la galería enmarcan la imagen. Detrás, como en una pintura de Velázquez, cuelgan las fotos de la exposición.

Esta foto fue compartida por las redes sociales de Associated Press el pasado 19 de diciembre. El primer comentario, con más de 20.000 “me gusta”, celebra su belleza y la habilidad del fotógrafo para mantener el foco. No comenta el asesinato político.

La escritora Susan Sontag afirma en su ensayo “Ante el dolor de los demás”: “el problema no es que la gente recuerde por medio de fotografías, sino que tan solo recuerda las fotografías”. Sontag se refería a imágenes como las que se tomaron en la guerra de Vietnam o durante el atentado en el World Trade Center: aquellas que responden a una estética de lo trágico, a un “feísmo” que intenta llevar a la reflexión moral. Aunque las personas se quedaran con el recuerdo de la foto en lugar del acontecimiento, al menos podían llegar a una conmoción moral a través de ellas. Las fotos tomadas por Burhan Ozbilici, fotógrafo de Associated Press, son distintas. Son tomas bien iluminadas y compuestas. El asesino está vestido elegantemente y posa de forma plástica y enérgica. No hay sangre. En este caso, la cámara embellece, y paraliza nuestra respuesta moral, y nos deja maravillados ante la composición de la foto, y nos olvidamos de que lo retratado “en verdad pasó”.

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Aun en el caso de fotografías como la que retrata a la joven afgana Sharbat Gula en la portada de National Geographic o la del niño sirio muerto en la playa, el fotoperiodismo no deja de ser problemático. Forma parte, al fin y al cabo, de una sociedad que se sostiene sobre el espectáculo y el simulacro, donde lo “real” es lo que transmiten los medios masivos, donde lo que se transmite es lo que puede “conmocionar”, con lo que se puede lucrar.

Las agrupaciones terroristas como el Estado Islámico (EI) han demostrado ser dolorosamente conscientes de esto. En agosto del 2014 el EI colgó en Internet un video en el que se mostraba el asesinato del fotoperiodista James Foley. Como señala el filósofo Boris Groys en su ensayo “El destino del arte en la era del terror”, este tipo de acto busca precisamente lo contrario de lo que logran las fotografías de Ozbilici: volver a conectar el hecho con la representación.

Estos grupos se valen de ese feísmo para afirmar la realidad de su poder y capacidad de agencia. Sin embargo, los asesinatos y las amenazas asociadas solo adquieren ‘realidad’ cuando las rebotan los medios masivos.

La gran diferencia en este caso radica en que Mevlüt no se retrató a sí mismo: irrumpió en un evento que simbolizaba una mejora en las relaciones internacionales entre Rusia y Turquía. Hizo ingresar la realidad de la violencia en un espacio seguro y la cámara lo embelleció. Surge entonces un dilema: ¿se está nulificando la fuerza de la amenaza terrorista al retratarla sin la gravedad que usualmente tienen sus imágenes, evitando que se siembre el terror en quienes ven estas fotos? ¿O acaso, volviéndose un objeto (más) de contemplación bajo el lente de Ozbilici, el terrorismo ha encontrado una forma de filtrarse más efectivamente en los medios masivos, atraídos por una belleza que enmascara su carga ideológica? ¿Qué implicaría ver no solo en esta foto, sino en este acto, un hecho estético?

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“Cuando un hombre en traje oscuro y corbata sacó un arma, yo me paralicé y pensé que se trataba de un elemento teatral”, ha escrito Burhan Ozbilici. En una comprobación perversa de lo que el historiador del arte Arthur Danto llama la definición institucional del arte, el solo hecho de que la acción se llevara a cabo al interior de un museo la volvía estéticamente sugerente. Solo la irrupción de un disparo, de la muerte, pudo romper la convención, aunque no del todo: inmediatamente después el lente de Ozibilici enmarcará de forma permanente a Mevlüt como una suerte de artista.

De cierta forma, el hecho se vuelve, voluntariamente o no, una forma extrema de la performance del arte contemporáneo. Como señala Groys en otro ensayo (“Entrando en el flujo: el museo entre el archivo y la Gesamtkunstwerk”), los museos han pasado de ser un espacio donde se busca perennizar un objeto, llevarlo fuera del tiempo, a un espacio donde se performa el fluir del tiempo.

En este caso, la galería se volvió el escenario de una acción que no solo confrontó a todos los asistentes con su propia mortalidad, sino que nos confronta a todos con el momento convulso que está atravesando la política global, con la posibilidad de que se inaugure un nuevo momento histórico.

“Caminó alrededor del cuerpo del embajador, reventando [los vidrios de] algunas de las fotos que colgaban de las paredes”, escribe Ozbilici. El terrorista, vuelto espectáculo por su lente, rompe la mirada idílica que los lentes de compatriotas suyos habían producido sobre Rusia (la exposición se llamaba “De Kaliningrado a Kamchatka, en los ojos de los viajeros”). Continúa así la representación macabra de quien se niega a seguir mirando y pide ser mirado. No debería sorprendernos: el terror siempre quiere que lo miren.

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