El último otoño antes de ti, de Carlos Enrique Freyre
El último otoño antes de ti, de Carlos Enrique Freyre

En medio del escándalo, el novio plantado se volvió invisible. Pocos repararon en él, alarmados por la carrera de Leonor y salieron detrás de ella para convencerla de su error, aunque un piquete de bribones apareció por el hotel Los Limoneros, donde iba a ser la fiesta, y consumió el banquete para que no se perdiera. Solo los amigos más íntimos se le acercaron, por un acto de solidaridad y misericordia, pero él los apartó con un gesto de dignidad, que no era más que uno de sus actos políticos, aprendidos a fuerza de ser abogado de gobierno y oposición. Se llamaba José María Fernández Maldonado Egoaguirre, y el último verano había cumplido sesenta y siete años, con sus días y sus trasnoches.
     Su primera medida ante los acontecimientos fue despedirse del padre Bartolomé, evadir a los curiosos y cruzar la pista hasta su casa, que daba frente a la plaza. No era un gran esfuerzo. La sombra perenne de la callejuela le ayudó a seguir manteniéndose escondido de las miradas, que continuaban distraídas en cazar a la novia para devolverla al altar. El mayordomo ya estaba enterado de su desgracia. No hizo preguntas sobre su ánimo y le alistó la cama, la estufa para entibiar el dormitorio y puso el libro en la cabecera. No lo esperaba, porque según lo planeado, después de la fiesta debería recoger el equipaje y partir en un transporte alquilado hasta Arequipa. Con todo, al abrir la puerta, lo encontró entero y no en el estado infeliz en que esperaba hallarlo.
      —No tenía previsto dormir temprano, Pedro —le dijo—. Por favor, prende la luz del estudio. Voy a leer allí.
     Pedro cumplió con el pedido y, además, le dejó el café servido. Tomó un libro que contenía las cartas de Frida Kahlo a Diego Rivera. Aquel había sido, después de la úlcera péptica, una constante en sus ocasos: “Nada comparable a tus manos ni nada igual al oro-verde de tus ojos/ Mi cuerpo se llena de ti por días y días”. No era un texto tan grande como para que le tomara la noche entera. Entre línea y línea se dio pausas para pensar en las últimas horas, desde que los campanazos dieron las siete de la noche. Reconoció que había cometido un error de cálculo imposible de perdonarse, aunque con algo de cinismo era remediable en primera instancia. Como en las mejores épocas constitucionales, ideó una rápida estrategia para solucionar el impasse del que era parte evidente. ¿Cómo a él, viejo zorro político, podía habérsele escapado semejante yerro? Volvió a repasar a 
Frida acompañado por el aroma a madera que emanaban los pisos al cansarse de la madrugada: “Eres el espejo de la noche/ La luz violeta del relámpago/ La humedad de la tierra/ El hueco de tus axilas es mi refugio”. 
     El sol tempranero golpeó los techos de dos aguas y se coló por las rendijas de la casa centenaria. No tenía sueño. El día lo halló pensando en la muchacha, una y otra vez, describiendo mejor en su memoria, con detalles más explícitos, el gesto terrorífico de sus ojos antes de huir. Sabía de sobra que la historia no terminaba allí. En una ciudad tan pequeña, a pesar del título de capital, y condenada a conservar el mismo tamaño, la noticia del desplante perduraría tanto como el recuerdo de los muertos de la última guerra el siglo anterior y sería noticia fresca, probablemente, hasta el próximo siglo. Debía proceder rápido. Su imaginación lo llevó a situarse en el lugar de la muchacha, como cuando los planificadores de una acción política predicen el curso de la acción de un rival. Apenas sabía que su nombre era Leonor Cáceres y desde el día en que decidió que se iba a casar con ella hasta ese momento, el tiempo había sido corto y fugaz. Había errado en el razonamiento de que, una vez a su alcance, su siguiente táctica debería ser envolverla con sus destellos —que le sobraban— hasta obnubilarla y convencerla de su buena suerte. Podría haber sido un golpe maestro, pero, en esta ocasión, sus cálculos políticos fueron fatales. En lo único en lo que quizás estuvo acertado fue en que a Leonor le esperaban varios días de tribulaciones.
     No se equivocaba. Ni bien despertó con los ojos hinchados y las rodillas hechas añicos, sus dos tías la asaltaron con recriminaciones. Ellas que la querían tanto, que deseaban solucionarle el futuro, que la criaron desde que era una párvula de jardín. Cómo había sido capaz de hacerles eso. Leonor se defendió con las uñas:
     —Nunca me voy a casar con un viejo —les gritó.
     —No es un viejo —le dijo Ruth, la tía menor—, es un senador. A los hombres importantes siempre se les pone la cabeza blanca muy rápido.

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