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Jaime Bedoya


La Malula era una creación oral de Tatita, doña Esluvia Quispe, en un barrio mesocrático de San Isidro refrescado por vientos inclusivos de Lince, la melodía propia de árboles con sonido, y el buen humor de perros criados como personas. La Malula era lo tenebroso de ese vecindario amable hasta la diabetes.

     Esto era de cuando la gente no andaba con la cara perdida en una pantalla, sino que saludaba mirando a los ojos, que es como se vivía antes. Ahora suena como algo exótico, exquisito.

    También daban miedo los autos. Chocaban intermitentemente en la esquina de Prescott y Dos de Mayo. Daban miedo los terremotos, ira divina en octubre. Daban miedo los militares, con marcada tendencia a elegirse a sí mismos y alborotar la urbana tranquilidad adulta. Y daba miedo la Malula.

     Esta era una mezcla de loca calata con cuco y algo de tren fantasma de Limalandia Park, ese Disney de hojalata en la avenida Salaverry. Sucia, lenta, descalza y silenciosa, se dejaba ver caminando con un costal a cuestas, posiblemente lleno. La vimos.

     La función que cumplía la Malula mediante el espanto era el de la observancia de las reglas. A quien no se alineaba en su cumplimiento ella lo introducía en su saco de yute y se lo llevaba sin retorno, lejos de la seguridad de las cuatro cuadras en que por entonces consistía el universo. Más allá de la Javier Prado solo podía haber un abismo.

     Fungía de efectiva agente nutricional: incentivaba la ingesta de platos complicados pero necesarios para el crecimiento del menor. Provisiones que hoy son delicia gourmet: espinacas, quinua, alcachofas, lo más cercano a comerse un cactus.

     Tatita era una Stephen King autodidacta. Intuitivamente percibió que el miedo disciplina, y bien entendido, educa a no someterse a él, en una función aun más ambiciosa y compleja. En el intermedio de ese proceso el terror autoinducido fascinaba y perturbaba simultáneamente.

     La nueva versión cinematográficamente de Pennywise, el siniestro payaso creado por King y al que solo se le puede denominar por el desdeñoso adjetivo demostrativo de Eso, se está convirtiendo en la película de terror más vista en el mundo. Hurgando en su sensibilidad para lo tétrico sobre qué es lo que les daba más miedo a los niños es que King llegó al incomprendido oficio del adulto disfrazado y pintado para hacer reír, el payaso. El concepto, por sí solo, es macabro.

     Pero Eso es peor que un payaso asesino. Es una entidad proveniente de otra dimensión con la capacidad de encarnarse en los peores miedos infantiles, que este monstruo entiende como los más fáciles de interpretar: además de payaso puede ser un tiburón, la oscuridad, una araña. Lo que para un adulto serían la Sunat, la enfermedad o la muerte.

     Hacia el final de Eso, la novela, King discurre en torno a los dulces secretos de la infancia, aquellos que anticipan y confirman la mortalidad. Es lo finito lo que le da un propósito a todo lo demás. Inclusive al miedo a que nada sea para siempre.

     Eso explica por qué en 1986 King le dedicó esta novela espeluznante, un trauma, a sus hijos. Y que lo que doña Esluvia quería enseñar no era a tenerle miedo a estar encerrado en un costal, sino a cómo salir de él.

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