El inmortal
El inmortal
Rodrigo Fresán

Borges —como Elvis— está vivo. No importa que ahora, el próximo martes, cumpla tres décadas bajo tierra ginebrina con lápida de espíritu un tanto adolescente. En cualquier caso —lo mismo, porque toca y se cumple— se lo menciona y se lo “celebra”. Y, sí, hay algo raro en la idea de ser recordado en el día de la muerte, cuando lo que se evoca allí es el fin de la memoria de esa persona, al menos en esta dimensión.
    Pero, claro, por suerte, permanece esa otra memoria tanto o más poderosa que la de la vida: la memoria de la obra. 
     Allí está, allí sigue donde siempre estuvo: se llama libros y nunca está de más volver a ellos además de, por estos días, volver a redactar eso de que Wikipedia y Google ya estaban —desenchufados y tanto mejor escritos— en relatos como “La biblioteca de Babel” o “El aleph”.
     Después, ya se sabe: seguir con tigres y espejos y laberintos y el No/bel (ese premio que también le concedieron a gente como Lev Tolstói y Henry James y James Joyce y Vladimir Nabokov y Kurt Vonnegut y siguen las firmas) y la reconfirmación diaria de que, en la mayoría de los casos, no nos une el amor sino el espanto y, ah, Borges, para algunos, como el ariete perfecto para descalificar a Cortázar o para jurar por su nombre y encajarlo en cualquier teoría propia y...
     Borges —como Elvis— está también muerto pero, en realidad, siempre lo estuvo. Porque su literatura pasó y continúa pasando todo el tiempo por la idea de la eternidad de la muerte. En cuentos y ensayos y poemas siempre hay alguien muriéndose por las calles de una ciudad que está en todas partes y de un país que nació muerto y que no deja de morirse y de ahí ese privilegio concedido a sus escritores. El don maldito de —como apunta Borges en su “El escritor argentino y la tradición”— saber que nuestra tradición es “toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esa tradición” y que “todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina […] Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara”. 
     Buena suerte para todos, no hay límites salvo el de utilizar ese verbo completa y definitivamente borgeano que es fatigar.
     Borges está muerto-vivo. Borges es el zombi todopoderoso que camina pero que no tiene hambre de cerebros porque con el suyo le basta y sobra. Es más: Borges es nutritivo y ofrece su cerebro como Fito Páez su corazón. No es muy complicado: se lo degusta en ediciones de bolsillo y económicas (donde yo lo leí por primera vez, con una de esas grandes portadas de Daniel Gil, en "Historia universal de la infamia" a donde salté, sin dificultades ni necesidad de links, a mis 11 años, desde los altos trampolines de los preborgeanos y ahora posborgeanos, por eso tan borgesista de que uno genera a sus antecesores como Stevenson, Wells, Chesterton). Y, si hay más curiosidad y ganas, hasta se lo puede ver en acción en ese sitio más bioycasarista/morealiano (y voy a decirlo: yo siempre prefería a Bioy más que a Borges y, sí, el "Borges" de Bioy Casares es, sin dudas, uno de los mejores libros para llevarse al baño) 
llamado YouTube.
     Ahí, un Borges vivo-muerto siendo Borges. Hablando de todo y de todos con elegante malicia, conversando con el formidable y recientemente desaparecido Antonio Carrizo (la proximidad de Borges te hacía, seguro, más inteligente de lo que ya eras) y riéndose con esa risita tan suya y descalificándose a sí mismo con esa tan soberbia humildad. De vez en cuando entro allí y me pierdo y me encuentro y veo a Borges del mismo modo en que no pasa año —aunque no lo relea mucho; uno asimila a Borges como una de esas vacunas que duran para siempre— que no vuelva a mi relato favorito entre los suyos: “Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius”. Allí, la historia de una suprema inteligencia alienígena invadiendo nuestra terráquea e inferior inteligencia. Es, a su manera, una historia con final feliz.
     Borges no se murió en mi memoria. Sigue allí. Tan Borges como la primera vez. El mismo Borges que, luego, manipularía mi padre para uno de sus libros: "Bioautobiografía de Jorge Luis Borges". El mismo Borges que yo me llevaría por delante y haría volar por los aires (puede revisarse en detalle todo el incidente en uno de los relatos, “Histeria argentina II”, de mi libro "Historia argentina") que la crítica mal entendió no como true story sino como posicionamiento crítico-generacional frente al gran tótem. El Borges que después encuentro como radiación en Piglia, Fontanarrosa, Aira, Pauls, Fogwill, Pynchon, Erickson, Millhauser, Antrim, Marcus, Kalfus, y hasta el infinito y más allá. 
     Pero antes de todo eso, en el principio, volver a la raíz alephiana del asunto. A ese punto de primera energía alephiana y contenedora del universo todo no en un sótano de una casa de la calle Garay donde late “uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos” y “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos”, sino en la peatonal calle Florida por la que Borges solía pasear y ser paseado. Allí vi a Borges. Es decir: veo a Borges del mismo modo en que Borges vio  esa “pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor”. Me explico. Yo debo de tener unos nueve o diez años y voy por Florida paseando a mi tío que tiene unos veintitantos. Digo que voy paseando a mi tío porque mi tío es ciego. Mi tío iba para gran pintor y durante su adolescencia había ganado importantes becas y premios, pero se quedó ciego por una diabetes de nacimiento. Y por entonces —él no lo sabe pero sí lo intuye— le quedan unos dos o tres o cuatro años de vida, muchos menos que a Borges. 
    Digo que vamos caminando, mi tío y yo, y de pronto alguien dice “Ahí está Borges”, y yo miro y veo a Borges y le digo a mi tío “Ahí está Borges”. Borges viene hacia nosotros y es correspondientemente llevado del brazo por un amigo o una amiga o un fan. Y entonces mi tío ciego —que era un tipo de lo más gracioso, alguien graciosamente maléfico— grita “¡Borges! ¿Cómo está?”. Y Borges clava su mirada que no ve exactamente en el sitio del que sale y le llega la voz de mi tío que no ve a Borges y uno y otro se miran sin verse. Y yo ahí, en el medio, sin poder creer lo que estoy viendo, lo que vi entonces, lo que volveré a ver cualquier día de estos más allá de toda efeméride.
    Borges viene y va y vuelve.
    Borges camina.
    Borges viene y va y vuelve.

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