El presidente Trump durante una de sus habituales conferencias de  prensa en la Casa Blanca.
El presidente Trump durante una de sus habituales conferencias de prensa en la Casa Blanca.
Victor Krebs

Excusando al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, por haber mentado a la madre tres veces durante su última rueda de prensa, el anunciador argumentó contra los críticos, que en realidad “hoy todo el mundo habla así” y que nadie se inmuta. “No debíamos darle tanta importancia a la grosería del presidente; en última instancia —puntualizó— las palabras son solo palabras”. El filósofo Walter Benjamin, hablando sobre el lenguaje en la década de 1930, distinguía a las palabras que servían para transmitir información, comunicar ideas o intercambiar creencias, de aquellas que —más bien— en sí mismas manifestaban, como él lo ponía, “el ser” de la persona que las profería.

El lenguaje también devela secretos de su origen. Es revelación del íntimo vínculo entre lo que decimos y quienes somos. La comunicación y el lenguaje ocurren “en el riesgoso descubrirse de uno mismo, en la sinceridad, en el quiebre de la interioridad y el abandono de todo refugio, en la exposición a los traumas y la vulnerabilidad”, en palabras de Lévinas.

—Contenido y forma—
La comunicación ocurre no solo mediante la palabra, sino en la palabra misma. Pero olvidamos esto cuando decimos que “las palabras son solo palabras”, es decir, que son medios, que lo que importa de ellas es su contenido y no su forma. Los fuck de Trump, por lo tanto, no tienen nada que ver con su mensaje. Son “solo palabras”. Más importante es la literalidad del texto que su estilo. Al decir esto, negamos la importancia del contacto con el ser del otro.

En una sociedad en la que, efectivamente, las palabras “son solo palabras”, lo que se dice pierde el compromiso de la comunicación que se funda en el ser, en el carácter y la vitalidad del emisor. Aligeradas de ese peso existencial, las palabras se vuelven dóciles, plásticas y neutros instrumentos: letales para quienes aún creen en la garantía de la moral; e invalorables para los canallas y oportunistas que no.

Cuando el lenguaje se concibe solo como medio de información, la honorabilidad, la verdad, la transparencia dejan de ser valores frente a la poderosa anonimidad de las palabras que, desconectadas de lo moral, se adaptan a cualquier situación e ideología, divulgando ideas que no pertenecen a ningún individuo y que, más bien, empiezan a pertenecerles a todos. Proliferan así las mentiras, las falsas promesas, la decepción, la corrupción y hasta el crimen.

Desconectada de su fuente, y ahora entregada a la parcialidad de cualquier algoritmo, que la combina de las maneras más convenientes y sin ninguna restricción de origen, la palabra vive su propia devaluación en nuestra era.

En manos de embusteros, la palabra devaluada asume el color de turno y cesa así la posibilidad de una auténtica comunicación más allá de las ideologías, los eslóganes, las campañas publicitarias, etc. Despojado de su poder interior, arrojado a las mareas de la convención y la conveniencia, el lenguaje se vuelve superficial y hueco, capaz de funcionar movido solo por el cálculo y el interés.

Trump dijo en CNN que Ramos estaba “gritando como un demente” en la recordada conferencia de prensa, pero la respuesta del comunicador mexicano fue: “Simplemente soy un periodista”. (Foto: Reuters)
Trump dijo en CNN que Ramos estaba “gritando como un demente” en la recordada conferencia de prensa, pero la respuesta del comunicador mexicano fue: “Simplemente soy un periodista”. (Foto: Reuters)

—Hablando con máquinas—
Por otro lado, la comunicación digital pareciera fomentar esa automatización. Las imágenes o palabras sobre una pantalla, con las que interactuamos en el mundo virtual, no son personas de carne y hueso (lo cual nos obligaría a estar atentos y responder a su vitalidad), por lo que automáticamente nos liberan de los compromisos que, de otra manera, habríamos asumido al entrar en cualquier interacción presencial. Empezamos a vivir menos en la realidad y cada vez más desde nuestras pantallas, con la misma frivolidad y descompromiso para el que ese lenguaje ‘burgués’ es preciso.

Poco a poco, vamos perdiendo también la capacidad de percibir al otro. Les hablamos a las personas con la misma atención que a una máquina y extraemos de sus palabras no lo que ellos nos quieren decir, sino lo que la literalidad de sus palabras nos entrega. Es cierto también, como lo es siempre con la tecnología, que junto a sus perjuicios, siempre hay otros tantos beneficios, algunos de los cuales, frecuentemente, le cambian el sentido a lo que, al principio, se nos presenta como una pérdida. No es muy difícil encontrar ejemplos, donde la nueva exposición de los medios digitales hace posibles nuevos modos de interacción y áreas de diálogo antes inimaginables.

Aprendemos nuestras palabras —decía Thoreau— de nuestras madres, inconscientemente. Empezamos a hablar y a pensar con las palabras que aprendimos de nuestros mayores y a partir de las ideas de otros. Pero, para florecer en la vida, hay que nacer una segunda vez en el lenguaje, en el que conscientemente seleccionemos aquellas palabras por las que optamos, y eliminemos aquellas que ya no son nuestras, para poder hacernos responsables de lo que decimos y vivir así en un mundo en el que lo más importante sea acercarnos y comprendernos, que obtener cualquier provecho o ganancia por medio de nuestras palabras.

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