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Jaime Bedoya

El viril deporte nacional de hacer leña del árbol caído vive uno de sus mejores momentos. Su práctica no solo ha quedado oficialmente incluida dentro de los parámetros de la corrección política, sino que exhibirla se ha convertido en un adorno poderoso, impúdico y avasallador. Si la gente dejara las redes sociales donde se vierte este impresionante coraje digital, la venta de sierras y puñales podría reactivar la economía. Aunque no. Se trata de agallas que solo existen a la distancia.

Burlarse de quien ha caído en desgracia sea por sus propios actos o no es un sucedáneo fácil, definitivamente menos riesgoso, que la verdadera valentía. Aquella supone enfrentar al adversario cuando este aún se encuentra en pie.

El triunfo del instinto primario conlleva desarrollar cierto estilo para patear un cadáver. La demostración enérgica de indignación y sorpresa, por ejemplo, aporta legitimidad al puntazo dirigido a las costillas flotantes, las que más duelen. De igual forma, citar el talión con gesto justiciero es lo recomendable antes de zapatear la cabeza cerca del oído, un punto de impacto exquisito. En términos menos metafóricos, golpear a la familia, buscar temas personales, encontrar ese nervio privado que más duela y que hace temible al agresor.

Son pequeños tips que quizá podrían serles útiles a exministros, congresistas y amigos de Ollanta Humala y señora; y al público en general, ahora que se precisa masacrar públicamente a alguien como validación ante los demás.

Porque todos odian a alguien en estos momentos. Y la gente parecería estar de lo más contenta con eso: odiar, desconfiar, filetear al caído es la nueva normalidad, pues estar fuera de la manada pone nerviosos a algunos.

Bendito sea el salmón, ejemplo de cómo ir contra la corriente. Además, en sushi es delicioso.

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