Cuando la voz de Alicia Maguiña fue descubierta, en un inicio su padre se opuso. Ante el innegable talento de su hija, tuvo que ceder. Fotos: Nancy Chappel para El Comercio/ Archivo personal de Alicia Maguiña.
Cuando la voz de Alicia Maguiña fue descubierta, en un inicio su padre se opuso. Ante el innegable talento de su hija, tuvo que ceder. Fotos: Nancy Chappel para El Comercio/ Archivo personal de Alicia Maguiña.
Czar Gutiérrez

Humilde y bella como una oración, así gobernaba su mundo . El hablar pausado, la mirada penetrante. Bajo un bosque de cruces que había recogido en los caminos, tablas de Sarhua y altares ayacuchanos, la gran dama de la canción peruana solía recibir a los periodistas en la impecable soledad de su casa. Alta y esbelta, la elegancia como divisa. Su distinción como carácter. Y el sello de su voz templándose en el aire. Desde niña, cuando iba a pasear con sus padres por La Huacachina tarareando las canciones de Felipe Pinglo que pasaban en la radio. O ese “Todos vuelven” en la voz de Jesús Vásquez, la cantante que le marcó el norte. Un horizonte encantado que iría descubriendo a partir de la cuerda flotante de Óscar Avilés.

Pero sería en Lima, cuando a su padre jurisperito lo mandaron de vuelta a la capital, donde su voz encontraría el clima perfecto para alimentarse de armónicos y, muy discretamente, estallar. Todo indica que fue el inclasificable Luis Felipe Angell, ‘Sofocleto’, quien la descubriría accidentalmente en una reunión de exalumnas del Colegio Santa Úrsula. Inmediatamente comunicó su hallazgo al compositor César Miró —a la sazón, también periodista de esta casa— y, plenamente convencidos de un talento digno de sumergirse en sucesivos baños de acetato, contactaron con su padre para transmitir semejante descubrimiento. “No queremos una mujer de tablas en casa”, contestó el hombre de leyes, temeroso de entregar a su hija a los rigores de la noche, a esa bohemia interminable.

TENER LINAJE

Pero cuando el talento de su hija lo desbordó, no tuvo más remedio: “Que grabe, pero que no cobre”, dijo. Y toda la bohemia de Alicia se tradujo en almuerzos sabatinos con su amiga Doris Gibson en El suizo de La Herradura. O en conversaciones nutricias con señoritas intelectuales como Carola Aubry, Catalina Recavarren y Rosa Graña. Y cuando se enamoró, también lo hizo con discreción: se casó con Eduardo Bryce Echenique, primero, y después con el guitarrista afroperuano Carlos Hayre. Lo cual, a tono con la hipersensibilidad epidérmica de nuestra sociedad, le granjeó una fractura sentimental de considerables proporciones. Empezando por su familia, que la dejó de ver, y terminando en los transeúntes, que no podían dejar de verlos: “Cuando Carlos y yo salíamos a la calle había procesión de carros mirándonos, era horrible”, le dijo una vez a Perú 21.

Y como en la canción —"ella de noble cuna / y él humilde plebeyo"—, la agresión externa terminaría minando esa relación. Que un sacerdote la haya amenazado con excomulgarla de la Iglesia si seguía casada con un negro nunca fue tan grave como que su padre le haya quitado el saludo o su madre le diga: ‘¿Por qué te casaste?, hubieras podido tenerlo como amante’. El asunto incidió tanto que Alicia reconsideró la posibilidad de tener un hijo con Hayre. “La criatura iba a sufrir. Mis padres no habrían querido ser sus abuelos. No quería que mis hijos Bryce estuvieran en colegios como el Santa Úrsula y que un hijo con Carlos tuviera inconvenientes para ingresar ahí, porque pedían no ser hijo de padres divorciados. No es que no quería un hijo negro, lo que no quería era maltratar a un ser humano”.

Artista de linaje y, por tanto, transgresora, Maguiña encontraría en ese cruce de caminos no un divorcio sino un emporio. Entonces Hayre se convirtió en el hombre indicado para embarcarla en una brillante carrera que transformaría el infierno proyectado en ese ‘melting pot’ donde ardieron todas sus pasiones: la sierra del Perú y sus habitantes, primero, y la marinera después. Ahí está, pues, “La apañadora”, que compuso cuando era una niña para las jóvenes que trabajaban en los campos de algodón de Ica. Imprimiría su devoción por los campesinos en “El embrujo de mi paisano”, “El aguador” y “La santa tierra”. Teñiría sus versos con la carga sentimental de Jauja y Huancayo. Y compondría innumerables huaynos a las trabajadoras del hogar que tenía en casa: “Serrana de labios rojos y clavel / tu voz es como el eco de una quena / y tus trenzas son madeja de ilusión”, por ejemplo.

Y FELIZ SERÉ Y FELIZ SERÁS

Ocurre que, además de impenitente en muchos sentidos, Alicia Maguiña fue musicóloga. Más o menos desde que era niña y escuchaba el sonido de cada tecla del piano de sus vecinas Matienzo en Ica. Eso la llevaría, siendo ya una artista consolidada, a estudiar cada eco, palmada y cadencia que brotaba desde las costuras de este país musical, empezando por Lima: iba a los coliseos ubicados en los conos a ver qué ritmos estaban cocinando los migrantes, tomaba clases de marinera limeña con maestros como José Durand o Manuel ‘El canario negro’ Quintana, as del contrapunto. Conoció a Nicomedes Santa Cruz y también a Ronaldo Campos. Y más de una vez llegó hasta un callejón escondido en el Rímac para estudiar cada paso de Bartola Sancho Dávila, bailadora a quien le compondría una canción.

Dueña de un respetable registro vocal, Alicia Maguiña nos deja un sólido compuesto de Vals, marinera, huayno, muliza, festejo y tondero en 19 LPs y 8 CDs. A Arguedas le dedicó “Vivirás eternamente” y a Gladys Zender una polka con su nombre. Deja una “Estampa limeña” para el Señor de los Milagros, un puñado de flores para las ciudades que amó —Ica, Lima, Piura y Guayaquil— y el sello de su eternidad en el himno que sus manos dejaron escapar: “Serás otra vez montana / y habrá fulgor en tus ojos”.

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