Dante Trujillo

El chalaco quería ser boxeador profesional y hasta se inscribió en el torneo Guantes de Oro. Noqueó en cuatro peleas, lo tumbaron en muchas más. Muchísimas. Pero no se rindió. Puesto un muchachón robusto –quizá ya incluso con bigotito–, volvió al ring, renacido bajo la máscara de ‘El Zorro’. Lamentablemente, tampoco alcanzó la gloria en el cachascán. Luego se mudó con su familia a las inmediaciones de la avenida Dos de Mayo, epicentro criollo de los Barrios Altos, y tiempo después reincidió sobre la tarima. Su estrategia consistía en fustigar ya no los cuerpos, sino los corazones de los demás como la segunda guitarra, cara, cuerpo, actitud y tremebunda voz de Los Embajadores Criollos. Fue en 1949. De esa época son temas como “Amor de madre” y “Alma, corazón y vida”. Luego de un derrame cerebral y una penosa y larga agonía, murió en 1998, pero gracias a radio San Borja podemos reafirmar cada tarde su inmortalidad.

Mientras nacían Los Embajadores, Mario Cavagnaro, ingeniero químico de 25 años y músico aficionado, encontró una idea en el empleo del lunfardo y sus jergas por ciertos compositores de tangos y milongas. Acaso harto del estilo melodramático y pasional de Varillas y los suyos –o viendo una oportunidad en ello–, se puso en contacto con un dúo que empezaba a sonar en radio América, dos empleados bancarios que acababan de ganar un concurso de chocolates El Tigre. Cavagnaro le propuso entonces a Jorge ‘El Carreta’ Pérez y a Lucho Garland interpretar sus canciones, alegres polcas llenas de replana (“Carretas, aquí es el tono”, “Yo la quería, patita”). También sumaron a su repertorio jodón esa maravilla surrealista llamada “Parlamanías”, de Serafina Quinteras: ‘El Carreta’ había cantado con su hijo Raúl Varela en el colegio. (Una vez le preguntaron por qué no se animó a poner música a uno de los poemas de su otra hija, la poeta Blanca Varela. Pérez zafó diciendo: “Ya hubiera querido, pero con sus versos hubiera sido difícil componer un vals”). Para terminar de definir su estilo, incluyeron letras de un jovencísimo alumno de la policía de apellido Polo (escuchar la fantástica “¡Ay, Raquel!”). El dúo pasó de llamarse Los Troveros Bancarios a Los Troveros Criollos. En el género, no hay nada más distinto a Los Embajadores que Los Troveros.

Por años el jovencísimo alumno de la policía de apellido Polo, nacido en Puquio en 1932, escribió importantes piezas del criollismo festivo de Los Troveros como “La jarana de Colón” y “Romance en La Parada”, mientras se formaba y comenzaba su carrera en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia, lo que sería luego la Policía de Investigaciones del Perú. Es decir, Polo Campos era un ‘raya’ que componía y jaraneaba. Años después agravó su estilo, se alió a Los Morochucos, firmó su primer himno planetario (“Cuando llora mi guitarra”) y se dio de baja en la PIP con el grado de capitán.

El resto es el paso a paso en la construcción de una auténtica leyenda del criollismo: el genio de los excesos, el autodidacta desbordado, el extravagante descubridor de glorias como Lucha Reyes y el que afirma haber amado a más de cinco mil mujeres.

Pero, sobre todo, el autor de algunas de las canciones más presentes en el imaginario nacional. En los setenta, durante una visita a la cárcel de mujeres de Chorrillos, se enamoró de Eugenia Sessarego, condenada por el asesinato del próspero empresario Luis Banchero Rossi. Dedicada a ella compuso “Cada domingo a las doce”, la que fuera su primera colaboración con un fl amante dúo, este conformado por el guitarrista Óscar Avilés y por un profesor de escuela con maestrías y especializaciones en retraso mental y problemas de aprendizaje que, hasta poco tiempo atrás, se desempeñaba también como cajonero. Fue hasta que la inmensidad de su barriga le impidió llegar plenamente al instrumento, cuando Arturo Cavero cogió por primera vez el micrófono, mediando la treintena. La dupla Avilés-Zambo sería gloriosa. Para ellos escribió Polo Campos esos himnos del velasquismo llamados “Y se llama Perú” y “Contigo Perú”. Pero esa es otra historia.

Si todo arte tiene una época dorada, entre finales de los cuarenta y principios de los cincuenta del siglo pasado –digamos, la era de Odría, cuando gracias a la radio la música era, principalmente, escuchada– se concentró la del criollismo. Fue el tiempo de Los Chamas cantando “La flor de la canela”, de Chabuca Granda; de Los Chalanes del Perú, Los Trovadores del Perú, Los Romanceros Criollos, Las Limeñitas, Irma y Oswaldo… y de muchísimos más. En ese contexto de bohemia, de cuentos de artistas que un día relumbraban y al siguiente rozaban la indigencia, destacan dos relatos singulares. Dos historias protagonizadas por mujeres muy distintas, divas de vidas disímiles pero ambas cubiertas hoy por el negro crespón del olvido.

LUCY SMITH

 “¡Qué tristeza y qué dolor,/ siento yo en mi corazón!/ al saber la desaparición/ de la estrella de la radio que en vida se llamó:/ Lucy Smith/ […] En las alas del misterio/ emprendiste raudo vuelo;/ la aurora parecía salpicada de tristezas…”. Pocos saben que el vals de Abelardo Carmona interpretado por Varillas y Los Embajadores Criollos aludía a un personaje real, y menos aún quién fue Smith.

Su vida fue breve y luminosa, como el paso de un cometa. Nació en La Paz en 1926, vino a vivir a Lima a los 3 años. A los 9 debutó en el muy popular programa “Club infantil”, de radio Internacional. Tremendo. Fueron tantas las llamadas que el sistema colapsó y la emisora tuvo que descolgar los teléfonos: en minutos había nacido una estrella, la ‘Vocecita de Oro’. Un fenómeno prehistórico de redes sociales.

En los siguientes años –terribles en el mundo, convulsos en el país– la fama de Smith no hizo sino crecer a través de las ondas radiales. Creció su voz, creció su repertorio, que pasó de los tangos y la música internacional al vals. Creció su versatilidad (fue una leyenda viva del radioteatro), creció su espíritu emprendedor (viendo lo bien que le iba, creó su propia productora, Radioteatro Smith. Con ella lanzó a fines de los cuarenta “Teatro de los sábados”, el equivalente sonoro del éxito de todos los Valcárcel y Ortiz del Perú juntos); y, por supuesto, creció la misma Lucy, quien se convirtió en una muchacha, sino preciosa, sí espigada y encantadora, que destacaba además por una rara cualidad: era realmente buena gente. Y fue una gran intérprete de valses como “Rosas de mi jardín” o la bella “Nube gris”, ambas del maestro Eduardo Márquez Talledo. De su bonhomía dieron siempre cuenta quienes la conocieron. Su voz es solo un recuerdo, pues que se sepa, no llegó a grabar ningún disco.

Lucy Smith murió con apenas 23 años, el día del Año Nuevo de 1950. Las circunstancias de su final siguen siendo un misterio. La cronología es más o menos así: la tarde del 31 de diciembre de 1949, Smith brindó con los colaboradores de su productora por la prosperidad que traería el nuevo año. Más tarde, fue con su novio, Carlos Denny Espinoza, a festejar en la fiesta del hotel Country. Su entorno cercano nunca gustó de Espinoza, y pese a ser una persona muy bien relacionada, se decía que el amorío estaba signado por el interés. Olga del Carpio, amiga íntima de Smith, cuenta que esa noche esta le obsequió a Espinoza un suntuoso anillo, y que la retribución de Espinoza fue una sonrisa.

Los vieron bailar y reír, pero en algún momento la noche se crispó. Ya de madrugada tomaron un taxi, y según el chofer, discutieron a bordo. Cuando rodaban por la segunda cuadra de la calle Marconi, aún a pocas cuadras del hotel, la puerta de Smith se abrió. Ella cayó. Se habló de accidente, de intento de suicidio y de asesinato.

Según informó El Comercio en los días sucesivos, el chofer y Espinoza la llevaron a la Clínica Italiana, luego al hospital Loayza. Como no los atendían, llegaron a la Maison de Santé, donde murió sobre las cuatro de la tarde del 1 de enero. En una carta de Eduardo Smith, padre de Lucy, publicada en este Diario el 8 de enero, se resume lo que era un secreto a voces: “A la fecha, su muerte no está esclarecida, pero todo hace suponer que el culpable directo fue su novio Carlos Denny Espinoza, pero por pertenecer a una clase social acomodada, probablemente sus influencias hayan hecho que su cruel acto quedará impune”. El homenaje más reciente a la Libertad Lamarque peruana quizá lo haya brindado una banda de rock experimental llamada, precisamente, El Vals de Lucy Smith. Pero ya no tocan.

ALICIA LIZÁRRAGA

Su apellido era Díaz, pero el padre abandonó pronto el hogar, así que por despecho y quizá por un ya temprano espíritu marketero, se presentaba con el de la madre. Tampoco fue chalaca, como solía afirmar, sino arequipeña. Nació en 1917. Como Lucy Smith, llegó a Lima siendo muy pequeña. Como Lucy Smith, fue una intérprete precoz, empezó cantando piezas del repertorio internacional, y destacó en la radio, cantando y haciendo teatro. Y ahí se acaban las similitudes.

Mientras Smith representaba un tipo de belleza sencilla, correcta, responsable y hasta modosa, Lizárraga, la ‘Estrella de las Estrellas’, la ‘Cholita Linda del Perú’, fue una morocha de ojos inmensos y voz poderosa –grave, sexy– que, aparentemente, no le temía a nada. Empezó en un dúo llamado Las Trigueñitas, pero su prestigio en solitario se paseó por las emisoras Internacional, Grellaud, Dusa, Lima y Mundial. De hecho, su atractivo vamp-criollo la coronó con un galardón inverosímil: fue Miss Radio en una única edición, la de 1941.

Si algo caracterizó a la larga carrera de Lizárraga fue la versatilidad: cantó rancheras, tangos, polcas, marineras, huainos, rumbas y hasta rock. Y, por supuesto, valses. De hecho, es considerada como una de las cinco grandes del criollismo, al lado de Jesús Vásquez, Eloísa Angulo, Delia Vallejos y Esther Granados. Compuso (ahí está, por ejemplo, el exitoso “Pobre corazón”), hizo cine. Cantó en Chile, Colombia, Brasil, Uruguay, Paraguay, Bolivia, México, Estados Unidos, Canadá. Brilló en el Tropicana de La Habana y grabó para Odeón, en Buenos Aires, con la orquesta del célebre Jorge Huirse. Ahí también compartió cabina con Eva Perón, de quien se hizo amiga, como luego lo sería de gente como Libertad Lamarque, Jorge Negrete, Celia Cruz o Cantinflas. Siendo una vedette de 46 años, no le tembló nada a la hora de hacer de ‘flapper’ de los años veinte: ya en la televisión, condujo el programa “Aquellos tiempos”, con Pablo de Madalengoitia, y grabó un disco del mismo nombre con foxtrots, camels, black-bottoms y charlestons, ritmos sensuales y decadentes llenos de vientos y de su magnífica voz.

Si bien recibió homenajes de autoridades que iban de Pardo Ugarteche a Alberto Andrade, y hacía esporádicas incursiones en la TV –la voz no le falló jamás–, murió silenciosamente en el 2004.

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