El legado de Lanssiers, por Santiago Roncagliolo
El legado de Lanssiers, por Santiago Roncagliolo
Santiago Roncagliolo

La persona que más he admirado en el mundo es el padre Hubert Lanssiers, con quien trabajé en cárceles del Perú durante los años noventa. 

La primera vez que entré con Lanssiers en un pabellón de máxima seguridad, yo estaba aterrado. Las cárceles peruanas tenían un largo historial de motines, secuestros y matanzas. Y nosotros parecíamos las víctimas perfectas: tres empleados públicos y un cura.

–¿No deberíamos llevar escolta? –pregunté a un compañero en voz baja.

–Lanssiers no necesitaría escolta ni siquiera en el infierno –me contestó.

Tenía razón. El padre era respetado tanto por presos como por policías, y por terroristas, narcotraficantes, torturadores, violadores... Porque él los respetaba a ellos. Le daba igual que fueses un asesino en serie: pensaba que debías dormir bajo una frazada. Le daba igual que no te importasen los derechos humanos: defendería los tuyos de todos modos. No se preguntaba quién tenía razón, ni pretendía convencer a nadie de nada. No veía culpas o delitos, sino personas. Creía que, incluso en la tensa situación de las cárceles peruanas, entre el hacinamiento, la marginación y el delito, era necesario maximizar la dignidad. Muchos de los que lo habrían matado por lo que representaba, lo adoraban por lo que hacía. 

–Una vez tuve que sacar dos cadáveres de una cárcel –podía contarte de repente–. Yo solo, cargados en hombros. Por suerte, eran flaquitos.

Alto, delgado y duro, Lanssiers fumaba cigarros Inca, uno tras otro, mientras contaba chistes de humor negro sobre todas las cosas. Detestaba conceder entrevistas, quizá porque su brutal honestidad chocaba contra todos los clichés que usamos para evitar las críticas. 

Tras su fallecimiento, el féretro con los restos de Lanssiers fue paseado por cuatro centros penitenciarios. Todos los presos querían despedirse de él. Nadie más los había tratado con tanta humanidad. 

Desde entonces, la Asociación Dignidad Humana y Solidaridad ha seguido llevando su legado por las prisiones del país. A veces, ha sido una tarea difícil de explicar. Recordar la humanidad de los presos no es premiarlos. Al contrario: es una manera de legitimar las leyes, que están hechas para mejorar la vida de los que estamos fuera. Hacer tolerable la vida en las cárceles no solo es conveniente para los internos, también para los policías y funcionarios que sirven en ellas. Y sobre todo: llevar esperanza a los pabellones también es un modo de evitar que se conviertan en escuelas del crimen. 

Para todo ello, las principales herramientas de la asociación han sido la creatividad y el conocimiento. Por ejemplo, todos los años se celebra un concurso literario, del que tengo el privilegio de ser jurado.

Pero sin duda, la parte más emblemática de este trabajo es la exposición anual “Arte y esperanza”, que cada año se celebra en el Icpna de Miraflores. Las obras son como los textos literarios, con un plus: para los internos, representan un oficio y, por lo tanto, una oportunidad tangible de reinserción. Este año, gracias a la Corporación Andina de Fomento, los artesanos han desarrollado incluso un sistema de ahorro e inversión, y han creado una marca. 

El día 15 se inaugura la décima exposición “Arte y esperanza”, precisamente en el vigésimo aniversario de su creación y el décimo de la muerte de Lanssiers. Estoy seguro de que el padre asistirá. Y se paseará entre las obras con una sonrisa, fumando cigarrillos Inca y haciendo bromas de humor negro sobre todo el mundo.