Carlos Meléndez

No se trata de ver el vaso medio lleno o medio vacío, sino las cosas como son. El problema surge cuando tenemos anteojeras ideológicas y morales que nos arrojan una mirada estrecha de la realidad, y no nos deja ver, siquiera, lo que está ante nuestras narices. Esa ceguera parcial nos conduce, generalmente, a la confrontación política o, a veces, a la inopia.

La discusión sobre en la opinión pública nacional es un amargo ejemplo del distanciamiento entre ideología y realidad. La narrativa predominante exhibe las presuntas virtudes de unas normas elaboradas por selectos especialistas (la élite civilizadora). Pero al cabo de pocos años, tales reglas son desbaratadas por un Parlamento “capturado por mafias” (la barbarie) que querrían derrocar a la democracia. El relato maniqueo es reproducido por ‘influencers’ de la opinología criolla, al punto de convencer a neófitos en el tema. Empresarios, publicistas, ‘think-tankers’, ‘do-tankers’ son seducidos por esta aparente causa cívica. Recientes pronunciamientos públicos en favor de mantener el diseño de primarias partidarias abiertas (una cuestión de fe sobre una regulación nunca ejecutada) constituyen el último episodio de esta lucha entre republicanos versus “bárbaros”, entre el bien y el mal.

Desde la caída del fujimorismo en el 2000, el monopolio del asesoramiento, primero, y el diseño de las reformas políticas, después, está en el sector “progresista” (un par de facultades de una universidad limeña, otro par de ONG y un organismo intergubernamental). Todas sus propuestas son sintetizables en dos ideas-fuerza: despilfarro de recursos estatales y participacionismo voluntarista. “Reformar la política cuesta”, aducen (y el reformólogo cuesta también). Un ejemplo de lo primero: la asignación de presupuesto público para los (a la que Alan García se negó a acatar) y la reducción a la mínima expresión del financiamiento privado. De lo segundo: una elección partidaria interna (obviamente onerosa) como mecanismo de disminución de la fragmentación (la que puede reducirse por decenas de vías distintas). Dichos fundamentos reformistas hegemónicos entran en contradicción con el diseño de instituciones económicas basadas en la libre competencia y la libertad individual, establecidas en las reformas de ajuste y en la Constitución de 1993. Por este tipo de cortocircuito es que nuestra política funciona terriblemente, a pesar del crecimiento económico. Sus adalides son una suerte de reformólogos “keynesianos” construyendo la estructura política de una economía de mercado (tampoco propongo irnos al otro extremo libertario, como la idea de voto voluntario). Paradójicamente, quienes dicen defender el modelo salen a promover con vehemencia –como si se tratase del propio capítulo económico– una ley que lo socava.

Una reforma política ha de juzgarse no solo en la pizarra, sino también en la cancha. Si los más notables reformólogos han diseñado normas que los políticos en funciones no van a acatar, es por una ignorancia tremenda sobre su “objeto de estudio”. El jueves pasado, en otro diario, un burócrata de la cooperación internacional –con 30 años de experiencia en el tema– confesó vivir en la inopia: “La verdad, yo no entiendo por qué los políticos responsables no encuentran en las PASO una oportunidad para favorecer los partidos”. A ver, lo explico. Primero, las primarias implican una tercera ronda electoral (previa a la primera y a la segunda), que es carísimo para partidos que solo cuentan con financiamiento público para determinadas actividades. Dos, como sabemos, los principales líos judiciales de la clase política –en el Perú y en la región– se concentran, justamente, en el financiamiento de sus campañas (¡hasta Donald Trump!). ¿Para qué abrirse un flanco más? Tres, los partidos no están tomados por cúpulas dirigenciales, son cúpulas dirigenciales, aquí y en cualquier país con crisis de representación. Unas elecciones primarias abiertas solo legitimarían en las urnas a esas cúpulas. Etcétera.

Vivimos una crisis del funcionamiento de la política a nivel global y el Perú es uno de los casos críticos. Por lo tanto, necesitamos –insisto– cambiar de chip. Los partidos no son agentes democratizadores, sino males necesarios. Los ciudadanos se movilizan más por sentimientos viscerales que por simpatías. Los individuos –parlamentarios, funcionarios y plebeyos– estamos tentados a sacarle la vuelta a la ley. Por todo ello, más que abrir el sistema, hay que pensar en “candados”. ¿A quién se le ocurre recortar los requisitos para la inscripción de partidos (vamos a llegar pronto a los 30), para que estos se descarten en competencias primarias? Es como si en el torneo de fútbol local, se permitiera que cada año suban a Primera División 20 clubes y desciendan 18. Así se pensaron nuestras PASO, que muchos se apresuran a defender.

Necesitamos un ‘shock’ institucional que dialogue con lo único que ha marchado mal que bien en nuestro país: el modelo económico. Es decir: distritos electorales que otorguen representación a los clústeres económicos del país, partidos light y “por impuestos”, con financiamiento privado transparentado, una descentralización recaudadora antes que distribuidora de miserias, etc. He justificado estas y otras medidas por más de diez años –incluso en este mismo diario–, aun sabiendo que mis recomendaciones son una nota a pie de página en el debate controlado por los artífices de nuestra disfuncionalidad política.

Carlos Meléndez es PhD en Ciencia Política