La comida no se bota, por Carlos Galdós
La comida no se bota, por Carlos Galdós
Carlos Galdós

En mi casa, desde que tengo memoria, cuando sobraban los sanguchitos de pollo luego de un cumpleaños, automáticamente se guardaban en un táper en la refri. Listo, ya teníamos para el desayuno del día siguiente. Cuando se caía un caramelo al piso, uno hacía la señal de la cruz y se lo comía. Cuando sobraba cualquier guiso en el acto, se batían unos huevos y se convertía todo en torrejas. Si sobraban lentejas los martes, se almorzaba crema de lentejas el miércoles. Y si el pan se ponía duro, se convertía automáticamente en budín.

Tengo bien instalado en mi cerebro la cultura de “la comida no se bota, se recicla y se hace tortilla o crema”. Pobre de aquel que dejara algo en el plato y no lo guardara en la congeladora para un calentado al día siguiente. Pobre de mí si no limpiaba el plato con la lengua. “¿Sabes cuántos niños pobres hay en el mundo y no pueden llevarse un plato de comida a la boca?”, decía mi madre. Así crecí y así soy hasta hoy.

Hace unos días me fui a almorzar con mis tres jefes. El gerente de personal, el jefe de producto y el gerente general. ¿Asunto? Renovar mi contrato. La locación elegida para distender emociones fue el emblemático restaurante de carnes El Rincón Gaucho. Los chorizos, las morcillas, las mollejitas, los chinchulines, las entrañas, el asado de tira, el baby beef y la picaña desfilaban por la mesa. También pancitos mantequillitas, chimichurri, todo acompañado de la clásica ensalada parrillera de tomate, lechuga, palta, vinagre y aceite. En medio de esa opípara reunión iban y venían los tirones propios de una negociación. Yo quiero ganar más plata; mis jefes quieren que trabaje más. Enredados en un momento clave, todos con cara larga, cada uno sin ceder en nuestras pretensiones, se acerca el mozo y dice: “¿Puedo retirar los platos?”. Todos, menos yo, respondieron que sí al unísono. “Pero todavía hay comida”, reclamé. “Retírelos nomás”, dijo el gerente.

Automáticamente se activó el cargo de conciencia en mi ser, ese que te dice que no está bien botar la comida que otros necesitan. “Señor, ¿podría envolvérmelo para llevar?”, le indiqué al mozo. El gerente de personal, cachosamente, me confrontó: “¿Qué? ¿Para tus perritos?”. A lo que respondí: “No, para mí. En la noche esto lo calientas en la sartén, lo cortas en pedacitos y te lo comes en un sánguche con mostaza muy rico”. Todos se rieron. “Solo Galdós es capaz de hacer eso”, me dijo el gerente general.

Risas más, risas menos, no sé si por pena o porque me alucinaron indigente, volví a tocar el tema de mi aumento de sueldo y todos estuvimos de acuerdo. Un par de bromas por ahí (“si te llevas la comida que sobra para tu casa, de todas maneras necesitas el aumento”) y luego nos dimos la mano, sellamos el acuerdo como caballeros y fui feliz sin importarme lo que piensen.

Yo no tengo vergüenza de cómo me criaron. Considero que es un delito botar la comida, me da vergüenza, me parece obsceno, inmoral. A mí no me hace feliz llenar la mesa y comer la cuarta parte; no me siento menos por calentarme todo y convertirlo en sánguche, tortilla o cremita. El despilfarro de comida en el mundo es grosero. Un informe de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación) afirma que solo el 25% de los alimentos que desperdiciamos salvaría la vida de las 795 millones de personas que están en riesgo de morir por desnutrición y bastaría para cubrir las necesidades de los 870 millones que padecen hambre.

Espero que te hayas quedado sin palabras después de leer esta columna.

Esta columna fue publicada el 3 de setiembre del 2016 en la revista Somos.