(Ilustración: Rolando Pinillos)
(Ilustración: Rolando Pinillos)
Natalia Sobrevilla Perea

En este momento en que se habla de cambio constitucional y la necesidad de reformar por medio del referéndum la Carta de 1993, es importante considerar la historia constitucional que avala esta idea. Antiguamente la se concebía como la cara de Jano, aquel mítico dios romano, que, por un lado, debe mirar hacia atrás, reflejando la sociedad heredada del pasado, pero que por el otro debe mirar al futuro para hacer posible la sociedad en que se quería convertir.

En ese sentido podríamos decir que la Constitución dada en 1993 por el Congreso Constituyente Democrático y aprobada por medio de un referéndum refleja una realidad del pasado, la que se dio con el proyecto de después de cerrar el Congreso elegido en 1990. La pregunta es si esa Carta, en su forma actual, nos permitiría llegar a la sociedad en la que nos queremos convertir.

El filósofo suizo Jean Jacques Rousseau pensaba que una constitución debía reformarse cuantas veces se considerara necesario, y en ese sentido es que aparece la posibilidad de hacer modificaciones siguiendo las reglas existentes en la misma. En el Perú existe una muy larga tradición de cambio completo de la Constitución, y en menor medida de reforma constitucional. Las constituciones se han dado como respuesta luego de revoluciones y levantamientos, principalmente porque en el Perú fueron pocos los que buscaron gobernar simplemente por decreto, apoyándose más bien en la mayoría de casos, en una estructura legal que fuera legítima o que consiguiera la legitimidad.

Nuestra primera Constitución, la de 1823, tuvo muy corta duración y en realidad no se llegó a poner en práctica. La de 1826, implantada por Bolívar, duró seis meses. La de 1828 incluyó en su mismo texto la disposición para la reforma, que se llevó a cabo en 1834, y la oposición a esta última fue tan grande que se desencadenó una guerra civil. Una guerra que llevaría a la creación de la Confederación Perú-Boliviana entre 1836 y 1839, después de lo cual se daría la Carta de Huancayo, que tuvo una larga vigencia y que fue reformada en varias oportunidades. Esta, sin embargo, no sobrevivió a la revolución de 1854 que llevó a la radical Constitución de 1856, que Ramón Castilla intentó reformar sin éxito en 1858, para luego lograr en 1860 su cometido.

En 1859 Felipe Pardo y Aliaga escribía en su proyecto de reforma constitucional presentado a la Convención Nacional: “Considerando que el destino de nuestra nación ha sido el de constantemente intentar nuevas leyes, dado que la gravedad de los eventos nos pone en las circunstancias que nos encontramos en 1821, que sea por lo menos una lección para el futuro, para aquellos que han sido llamados a la importante misión de constituir al pueblo dejen atrás sus odios políticos, la preocupación de su escuela de pensamiento, las teorías utópicas y las sugestiones de la vanidad”.

La reforma planteada por Pardo y Aliaga no fue acogida en 1860, y lo que emergió fue una Constitución de consenso, que estuvo vigente hasta que Leguía dio una nueva Constitución para sustentar su proyecto de crear la llamada “Patria nueva” en 1920. En 1933, luego de la caída de Leguía, se da una nueva Carta, que rige hasta 1979, y que fue reemplazada por la que hoy nos gobierna desde 1993.

Las modificaciones a las constituciones son parte de nuestra historia y bien harían nuestros legisladores actuales en seguir las palabras de Felipe Pardo y Aliga y lograr que la Carta Magna, como la cara de Jano, mire tanto al pasado como al presente.