Un día después que no obtuviera el respaldo de la Junta de Fiscales Superiores, Pedro Chávarry decidió realizar cambios en más de 40 fiscalías. (Foto: Agencia Andina)
Un día después que no obtuviera el respaldo de la Junta de Fiscales Superiores, Pedro Chávarry decidió realizar cambios en más de 40 fiscalías. (Foto: Agencia Andina)
Fernando Rospigliosi

Las últimas informaciones brindadas por Marcelo Odebrecht añaden un clavo más al ataúd judicial de Ollanta Humala y Nadine Heredia. Las cifras y fechas precisas de las transferencias de fondos de la Caja 2, la plata negra de la corrupción, corroboran lo dicho por Jorge Barata sobre la entrega de US$3 millones y añaden una revelación significativa: parte de ese dinero fue desembolsado cuando era presidente. Esto último añadiría nuevos delitos a los que ahora investiga la fiscalía.

Lo que algunos se encargan cuidadosamente de solapar es que esta valiosa evidencia llegará dentro de poco oficialmente al Perú y será posible incorporarla al proceso, gracias al acuerdo preliminar suscrito por la fiscalía con Odebrecht, la fiscalía del Caso Lava Jato por fin unificada por Gonzalo Chávarry. Si eso no hubiera ocurrido –fusión y acuerdo–, de seguro el Caso Lava Jato, el más grande en la historia reciente del país, seguiría entrampado como sucedió en el curso de los últimos meses y años.

Pero para un sector político los hechos no cuentan. Ellos fingen ser abanderados en la lucha anticorrupción, pero precisamente intentan remover al fiscal que ha posibilitado el destrabe del Caso Lava Jato. Si eso ocurriera, probablemente se volvería a la situación preexistente, donde se avanzaba –es un decir– más lento que una tortuga, para beneficio de los corruptos y sus defensores, que seguían chillando que no existían las pruebas. No es casualidad que abogados y ex ministros de Humala y Heredia estén entre los más estridentes detractores de Chávarry.

En circunstancias normales, el actual fiscal de la Nación debería ser defenestrado sin contemplaciones, por haber mentido como lo hizo y por sus relaciones sospechosas. Pero las circunstancias no son normales. Ya no existe Consejo Nacional de la Magistratura (CNM), el organismo que podría destituirlo legalmente y nombrar un reemplazante, y van a pasar como mínimo varios meses para que se constituya un nuevo CNM.

Eso significa que si sale Chávarry, tendría que ser reemplazado por alguno de los otros cuatro fiscales supremos (a menos que alguien invente una fórmula mágica que permita otra cosa). Y el punto es que los cuatro restantes tienen cuestionamientos similares o peores que los de Chávarry. Este aspecto lo ocultan sistemáticamente sus acusadores. ¿Quién ocuparía el puesto de Chávarry si lo expulsan? Lo que pretenden sus impugnadores –aunque no lo dicen explícitamente– es que regrese Pablo Sánchez, en cuyo mandato los procesos de Lava Jato quedaron atascados en un profundo pantano.

Y que además tiene otros cuestionamientos, como ha recordado Mariella Balbi: Pablo Sánchez, “el que exculpó a Humala de Madre Mía dolosamente, que trabó descaradamente la investigación de Lava Jato, que no quiso recibir las agendas de Nadine Heredia, que archivó provisionalmente la investigación al presidente Vizcarra por el Caso Chinchero, que colocó a sus hijos en trabajos en el Estado”. (“Perú 21”, 5/9/18).

La guerra interna que existe en la fiscalía es incitada y alentada por los políticos que tienen sus propios intereses. El presidente Martín Vizcarra ha intervenido irresponsablemente desde el principio embistiendo a Chávarry, porque este es respaldado por el keikismo que, a su vez, está enfrentado con Sánchez.

Con torpe arrogancia el keikismo intentó aniquilar a Sánchez –al mismo tiempo que pretendía destituir al presidente Pedro Pablo Kuczynski y a la mayoría del Tribunal Constitucional–. Sánchez respondió aumentando la presión investigativa sobre Fuerza Popular.

De manera similar, ahora Chávarry enfila contra Vizcarra y abre una investigación sobre el Caso Chinchero, empezando con Alfredo Thorne, que poco tiene que ver en el asunto, pero apuntando al presidente.

Dentro del Ministerio Público la situación también se ha descontrolado. Una fiscal ha acusado a Chávarry de pertenecer a una organización criminal, en una imputación que Ricardo Uceda ha calificado de débil, pues “no se señala un acto ilícito que él cometiera”. (“La República”, 4/9/18). El otro bando responde con una denuncia similar contra el fiscal Hamilton Castro, allegado a Sánchez, con una carencia de fundamento parecida a la anterior. Pero las barras bravas, políticas y mediáticas, dan por cierta cualquier inculpación que perjudique al adversario y ocultan la que lesione a su defendido.

El resultado es que esta insensata contienda está terminando de destruir lo poco de credibilidad e institucionalidad que todavía podía tener el sistema judicial y la clase política. Pero es muy difícil de detener, no solo porque las pasiones y los odios, que son irracionales, están desatados, sino porque existen múltiples intereses de políticos y magistrados corruptos que, motivados por su necesidad de evitar recibir la sanción que merecen, estimulan e incentivan la reyerta.

Así, la destrucción mutua parece asegurada.