(Ilustración: Rolando Pinillos Romero).
(Ilustración: Rolando Pinillos Romero).
Roberto Abusada Salah

Los premios Nobel, con toda la importancia consagratoria que conllevan para quienes los reciben, sirven también para llamar la atención sobre aquellos casos de individuos que, mereciéndolos largamente, murieron sin recibirlos. Jorge Luis Borges representa para el Nobel de Literatura quizá el caso más notorio. Pensando en el momento que vive la , me viene a la memoria el nombre del economista .

Pocos días después de su muerte en diciembre del 2012, leí en “The Economist” el relato de aspectos para mí desconocidos de la vida de Hirschman, como el de su participación en la resistencia contra Mussolini, el de haber peleado en la guerra civil española en el lado republicano, o acerca de su trabajo de traductor en los juicios de Núremberg como miembro del ejército estadounidense. Lo que sí conocía de Hirschman era su enorme contribución a la economía del desarrollo, su conocimiento de la realidad latinoamericana, algo sobre su larga experiencia en Colombia, donde fue asesor del gobierno, y también que siendo profesor en la Universidad de Harvard había asesorado la tesis doctoral de sobre políticas públicas y distribución del ingreso en el Perú, un importante trabajo que después se convertiría en libro publicado por esa universidad.

En su experiencia latinoamericana, Hirschman identificó un rasgo particular que define actitudes que se pueden ver hoy en nuestra clase política y, particularmente, en los llamados a diseñar políticas públicas. Se trata de una manera peculiar de enfrentarse a los desafíos del desarrollo económico y social: la tendencia que lleva a quienes conducen la nación a, por un lado, no valorar el progreso ya logrado y, por otro, a mostrarse pesimistas respecto de lo que el país sí puede conseguir con un liderazgo real y la participación informada de los ciudadanos comunes. Hirschman llamó a esa actitud para enfrentar el progreso “fracasomanía”. Una actitud que contrasta de manera dramática con la que podemos encontrar en algunos países asiáticos, algo que les ha permitido en pocas décadas alcanzar el desarrollo, a pesar de haber partido de situaciones mucho menos favorables que las nuestras.

El Perú enfrenta hoy una situación económica internacional particularmente auspiciosa y cuenta, además, con una solvencia macroeconómica envidiable, pero no vemos al presidente o a sus ministros y demás autoridades planteándose objetivos ambiciosos y saliendo a explicar y a persuadir respecto de lo que se tiene que hacer para lograrlos. No se plantean metas como, por ejemplo, cortar a la mitad la anemia infantil en dos años o alcanzar a Chile en las pruebas de educación PISA en cinco años, o producir 5 millones de toneladas de cobre en el 2023 o lograr que la agricultura moderna crezca 15% por año para duplicar su tamaño en cinco años. Son este tipo de objetivos los que tienen la virtud de energizar a toda una nación y los que sirven para orientar la acción al interior del gobierno, el trabajo político con el Congreso y la tarea comunicacional frente a los ciudadanos.

En cambio, hoy parecemos atascados en discusiones inútiles respecto de temas insustanciales como el de si se debió o no subir el Impuesto Selectivo al Consumo. Peor aun, en lugar de valorar, por ejemplo, el enorme éxito logrado en la agricultura moderna, nos encontramos empeñados en deshacernos de la ley que lo permitió. No queremos apreciar el mérito de haber podido convertir al Perú en uno de los principales productores mundiales de frutas y hortalizas. En un país que sufre de una informalidad en el trabajo de más del 70%, no apreciamos el haber incorporado a decenas de miles de trabajadores del campo al trabajo formal con mayores salarios y derechos laborales. Al parecer, no damos importancia al hecho de haber conseguido el pleno empleo en las zonas productoras, o que en la región Ica la pobreza haya caído del 43,1% en el 2004 al 3,3% el año pasado. Fracasomanía.

La misma nota de “The Economist” terminaba citando argumentos que Hirschman propone en “Rhetoric of reaction”, uno de sus tanto libros. Se trata de tres tipos de argumentos usados por 200 años en contra de los cambios progresistas políticos y sociales. Peligro: las reformas cuestan mucho y podemos perder lo ganado; perversidad: la reforma puede terminar haciendo daño; futilidad: los problemas son tan grandes que no se puede hacer nada al respecto.

Se trata de argumentos similares a los que parecen esgrimir como excusa aquellos políticos temerosos de llevar adelante las reformas indispensables que el país requiere con urgencia si ha de aspirar al desarrollo.