Hugo Coya

En una maniobra que pareciera arrancada de un guion donde el absurdo se erige en el protagonista principal, el ha decidido, con un fervor casi teatral, sepultar la calidad de la pública en el Perú.

El acto legislativo permite la reincorporación de docentes que en su día no lograron demostrar competencia mínima en las evaluaciones. Un informe de El Comercio reveló, hace unos días, que poco más de 110 mil profesores carecen de cualquier título profesional.

Por tanto, no es un simple retroceso; es un auténtico salto al vacío, uno que se ejecuta sin red de seguridad en un sistema educativo que ya de por sí camina por la cuerda floja.

El respaldo del de la presidenta Dina Boluarte, expresado a través del flamante ministro de Educación, Morgan Quero, constituye un reflejo más del “síndrome de Estocolmo” político que lo mantiene con vida por medio de una docilidad pasmosa frente a las demandas irracionales del Congreso.

Optar por beneficiar a quienes han fallado en alcanzar los estándares básicos no solo subvierte la esencia misma de lo que debería ser un sistema educativo basado en el mérito y la competencia, sino que también ridiculiza el esfuerzo de miles de educadores que a diario buscan superar los retos impuestos por un sistema exhausto y, con frecuencia, ineficaz.

El telón de fondo de esta situación no es otro que la paradoja de premiar la incompetencia mientras se penaliza la excelencia, un mensaje nefasto para las futuras generaciones de docentes y estudiantes.

Y es aquí donde la trama se engrosa. La complicidad del Gobierno en respaldar una medida tan regresiva revela una desconexión alarmante con la calidad que debería cimentar la política educativa del país. El apoyo gubernamental forma parte de su sometimiento a las facciones más funestas del Legislativo al tiempo que plantea un futuro sombrío para la educación.

En un mundo que cada vez más demanda competitividad y preparación, se elige la ruta del menor esfuerzo, un acto que más que una decisión política deriva de aquella componenda.

Pero no solo eso. En un giro irónico, casi sarcástico de la política peruana, la iniciativa legislativa de marras ha encontrado apoyo no solo en los habituales rincones de la izquierda populista, sino –¡oh, sorpresa!– entre aquellos congresistas que se autoproclaman de derecha. Este respaldo transversal pone de manifiesto una desconcertante desconexión entre los principios ideológicos proclamados, subrayando la actual contradicción entre su discurso político y la realidad.

Ante este desalentador panorama, resulta inevitable cuestionar el verdadero propósito de nuestras políticas educativas. ¿Es acaso el objetivo formar ciudadanos aptos y preparados para enfrentar los desafíos del mañana? ¿O estamos más comprometidos con mantener un statu quo que favorece a unos pocos a costa de sacrificar el futuro colectivo del país? La educación, que es el motor primordial del desarrollo de cualquier nación, está siendo saboteada desde dentro, y esta ley representa una clara muestra de ello.

Lo que esta legislación hace, en última instancia, es un crimen contra el futuro del Perú. Tanto el Congreso como el Ejecutivo se han convertido en cómplices de un delito que no solo estanca y hace retroceder el progreso educativo. En esta encrucijada, nos encontramos ante una disyuntiva crítica: o retomamos el camino hacia una educación que realmente valore y premie la calidad y el esfuerzo, o continuamos descendiendo por esta pendiente que, indudablemente, nos llevará hacia un abismo del que será muy difícil salir. Así, el Congreso y el Gobierno nos han impartido una de sus peores lecciones: dejarnos un legado de principios erosionados y pupitres vacíos de valores.


*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Hugo Coya es Periodista