Historia de un brevete, por Alfredo Bullard
Historia de un brevete, por Alfredo Bullard
Alfredo Bullard

El lunes me di cuenta de que había perdido mi licencia de conducir. Más allá de la incomodidad natural de no poder manejar, lo que más me fastidiaba era saber que tendría que luchar con la administración pública para sacar el duplicado. 

Colas, requisitos poco claros, recatafilas de papeles, pagar tasas, lidiar con funcionarios que, con discrecionalidad, te cambian las reglas de juego, tramitadores que te persiguen pidiéndote el oro y el moro por evitarte, paradójicamente, el suplicio tramitológico. Horas y horas y cantidades de buen humor perdido en ventanillas y requisitos.

Lo había vivido antes. Luego de largas esperas llegas al funcionario para que te diga que falta algún sello o papelito. Y cuando regresas te manda a otra ventanilla donde te vuelve a faltar otro sello u otro papelito. Y luego de varias ventanillas, sellos y papelitos te dicen que tienes que regresar en varios días a ver si la fuerza te acompaña y obtienes el resultado perseguido.

Para obtener mi duplicado tenía que hacer una denuncia y obtener la certificación de la misma en una comisaría. No sé usted, pero me es difícil imaginar un local al que se tenga menos ganas de ir. Desorden, falta de infraestructura, desidia, y con mucha frecuencia, frases como “ayúdeme a ayudarlo” o “lo dejo a su criterio” que reflejan formas nada sutiles de corrupción.

Pagué mis tasas de denuncia policial y de duplicado de brevete. Llegué de muy mal humor a la comisaría. Me hicieron pasar a una oficina y me dispuse a iniciar el suplicio. El policía, sentado frente a una computadora, me pidió que esperara un instante (“en lenguaje burocrático ‘instante’ quiere decir ‘dos horas’”, me dije). Pero no fue así. Tomó dos minutos. Me pidió mi número de DNI. Había llevado un file en el que había metido todo lo que se me ocurría podía pedirme: copia del DNI, copias del brevete perdido, recibos de luz y agua para acreditar mi domicilio, pasaporte, etc. Pero no me pidió nada más. Entró a Internet, bajó toda la información que necesitaba y la validó conmigo.

Le pregunté en cuántos días debía regresar por la certificación de la denuncia. El policía sonrió, apretó una tecla y de la impresora salió un papelito. Lo selló, firmó y me lo entregó: “No tiene que regresar, aquí lo tiene”. En total, desde que entré tomó menos de 6 minutos.

Tenía tiempo de ir a la oficina del Ministerio de Transportes y Comunicaciones (MTC) para dejar mis papeles. Llegué y una señorita me dio un formulario y me pidió la denuncia. Lo llené y me dijo: “Aquí falta algo”. Para mis adentros dije que no podía ser verdad tanta belleza, ahora sí comenzó la tortura burocrática. Me dijo: “Tiene que tomarse un análisis para verificar su tipo de sangre”. “¿Y cuánto toma eso?”, pregunté. “Cinco minutos en cualquiera de los centros médicos autorizados”. 

Efectivamente, en la cuadra había varios centros disponibles. El examen tomó cinco minutos. Dejé los papeles y cuando me disponía a preguntar cuándo tenía que regresar me dijeron que pase a la sala del costado. En 10 minutos me entregaron mi nueva licencia. En menos de una hora (incluido el moverse de la comisaría a la oficina del MTC) había resuelto el problema.

Recordé entonces otra experiencia reciente. El Reniec me entregó el duplicado de mi DNI casi de inmediato luego de solicitarlo por Internet. 

La tramitología burocrática es un impuesto ciego y costoso, que confisca al ciudadano tiempo, dinero y, sobre todo, libertad para invertirla en su propio desarrollo. Por ello es tan importante destacar cuando se hacen las cosas bien.

Lo bueno ayuda, por contraste, a ver todo lo que se hace mal. Muchas dependencias, en especial regionales y municipales, siguen sometiéndonos al eterno flagelo del cepo burocrático. Hacer las cosas bien puede ser fácil, pero si hay una forma de hacer difícil lo fácil, un burócrata la encontrará.