Fin de la ilusión, ahora la incertidumbre, por F. Rospigliosi
Fin de la ilusión, ahora la incertidumbre, por F. Rospigliosi
Fernando Rospigliosi

Una de las diferencias del sistema político de los Estados Unidos –una democracia fuerte y consolidada– con el de América Latina era que en el norte se necesitaba, para llegar a la presidencia, una carrera política previa, en la cual el candidato aprendía a manejar la cosa pública y donde los ciudadanos evaluaban su desempeño. 

En EE.UU. todos los presidentes del siglo XX y XXI han sido antes senadores, diputados o gobernadores. O, extraordinariamente, un general de cinco estrellas como ‘Ike’ Eisenhower, en verdad un ducho político que manejó con excepcional habilidad las delicadas y muchas veces tensas relaciones entre los aliados en la Segunda Guerra Mundial. La única excepción fue Herbert Hoover –presidente 1929-1933–, que tuvo experiencia previa en la administración pública como ministro de Comercio durante dos gobiernos. 

Nunca en los EE.UU. había ganado un advenedizo impredecible como en América Latina Alberto Fujimori o Hugo Chávez, que terminaron estableciendo dictaduras –una de derecha, otra de izquierda– en el Perú y Venezuela. 

Ahora, para sorpresa del mundo entero, esta vez un populista, que nunca ha desempeñado un cargo público, se ha convertido en el nuevo presidente de los Estados Unidos. 

A Donald Trump lo rechazaron abiertamente no solo sus adversarios demócratas sino muchos líderes del Partido Republicano y también los medios de comunicación, que usualmente se mantienen imparciales. 

Pero, al igual que en América Latina, una de las varias razones del triunfo de este advenedizo ha sido el hartazgo de una parte importante del electorado con la clase política, con los “políticos tradicionales”. Y allá, como en el Perú y Venezuela, la clase política nunca llegó a darse cuenta de cuán hastiados, desencantados y molestos estaban los ciudadanos con ella. 

En EE.UU. se identifica a Washington D.C. con la burocracia gubernamental y la clase política. Allí Hillary Clinton ganó abrumadoramente, con más del 90% de los votos. Pero en los EE.UU. “profundos” Donald Trump se impuso largamente. 

En su campaña Trump mintió descaradamente infinidad de veces –al igual que sus colegas británicos que impusieron el ‘brexit’ en el Reino Unido– y los medios de comunicación se encargaron de denunciarlo sistemáticamente. Pero a la gente no le importó. 

Ahora varios de los asesores de Donald Trump están tratando de calmar a los norteamericanos –y al mundo entero– insinuando que muchas de las temeridades que dijo el candidato en la campaña eran solo promesas electorales necesarias para ganar votos, pero que no se concretarán en la realidad. 

En verdad, muchos tienen la expectativa de que eso sea cierto, que el feroz tigre electoral se convierta en un manso gatito de presidente. Puede ser. El problema es que nadie lo sabe. 

La historia está llena de ejemplos nefastos. Cuando Adolfo Hitler, un caudillo populista, llegó al poder en Alemania en enero de 1933, casi nadie imaginó el cataclismo universal que desataría. En verdad, muchos creían que era un payaso que caería más temprano que tarde. Y/o que sería rápidamente ganado por la sensualidad del poder y el dinero, adaptándose al sistema. Ocurrió algo muy distinto. 

Por supuesto, Estados Unidos no es la Alemania de los 30, un país con escasa tradición democrática, con el lastre y la humillación de una guerra perdida, a lo que se añadió la carga de la crisis económica mundial. La democracia norteamericana tiene 270 años, enraizada además en cuatro siglos de gobierno civil consensuado, desde el Pacto del Mayflower en 1620. 

Pero no es casualidad que en las dos más antiguas y sólidas democracias anglosajonas, en los EE.UU. y el Reino Unido, hayan triunfado populismos desaforados cuyas consecuencias son impredecibles. 

Después de la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética y el bloque comunista europeo, se creyó que el mundo entraría en un período de paz y prosperidad. No ha sido así. 

Entre otras cosas, bajo la presión del fundamentalismo y el terrorismo islámico y sus secuelas, no solo el Medio Oriente sino Europa y los EE.UU. están cambiando rápidamente. Y no para mejor. 

A diferencia de los caudillos populistas de América Latina, cuyos gobiernos podían ser nefastos para sus pueblos, pero en un ámbito limitado, Trump puede provocar conmociones de dimensión universal a las que asistiremos con escalofríos, pero sin poder hacer casi nada para impedirlo.