Carlos Meléndez

Un es un , amateur o profesional, o simplemente ‘outsider wannabe’, que posee un capital político modesto –cierto reconocimiento público, redes de contactos políticos y/o empresariales– inversamente proporcional a su humildad y ambición, pues lo considera el inicial suficiente para montar el proyecto de una candidatura presidencial.

Algunos almacenan este capital desde un paso político previo menor –alcalde distrital instagramer, congresista sin escándalos–, desde algún galón militar/policial que pueda servirle de proxy de “mano dura”, empleando la universidad pública o privada como sustituto partidario, capitalizando el prestigio de una empresa propia “hecha desde abajo”, o incluso desde la exposición chollywoodense –un humorista cuya “vocación social” ha consistido en repartir panetones en Navidad–. Cualquier chiringuito puede ser la esperanza emprendedora que encumbre al más gris personaje en el máximo mandatario de esta sufrida, pero pujante nación. “Si un profesor de poncho y sombrero, o una presidenta de club provincial lo lograron, ¿por qué yo no?”, reflexionan muchos protominicandidatos mientras sazonan la última parrilla de este verano.

En un escenario de hiperfragmentación, salir del “otros” en encuestas privadas, asomar la cabeza con un 2% o 3%, infla el pecho del minicandidato. Razón no le hace falta, porque en la carambola de la volatilidad de las preferencias de campaña –en la que el ampay de un romance furtivo a la luz de las velas puede destruir los sueños palaciegos– los beneficiados son favorecidos con más fortuna que virtud. En cuestión de semanas, un postulante a la presidencia puede súbitamente escalar posiciones y clasificar a la segunda vuelta, casi de manera inexorable. Le pasó a Alberto Fujimori en 1990 y a Pedro Castillo en el 2021. Este fenómeno es factible en contextos que no se han recuperado del colapso del sistema partidario y se han estancado en un páramo político, caracterizado por la incapacidad de generar identidades partidarias positivas y por el dominio de alguna identidad negativa polarizante. Y no solo es producto nacional. En Ecuador, el actual presidente Daniel Noboa no figuraba como favorito hasta las últimas dos semanas de la primera vuelta; en Guatemala, el mandatario Bernardo Arévalo estuvo estancado en menos del 5% de la intención de voto hasta pocos días previos a los comicios. Gracias al anticorreísmo y a las antipatías hacia Sandra Torres, respectivamente, se transformaron de minicandidatos en jefes de Estado, a pesar de carecer de organizaciones políticas sólidas o masas de seguidores.

En el Perú contemporáneo solo subsiste una identidad partidaria (el fujimorismo). Alianza para el Progreso es básicamente una red de clientelaje trajinada que soporta el pasivo de un líder-meme. Acción Popular siempre ha sido una federación de independientes, aunque con una marca resistente a niñerías. En nuestro país, escasean las simpatías, pero reinan las antipatías. Especialmente dos antis: el antifujimorismo y el anticomunismo. El primero se ha movilizado para evitar que algún Fujimori retorne al Poder Ejecutivo –poco puede hacer para que Fuerza Popular no se haya erigido en el principal partido parlamentario de las últimas dos décadas–. El segundo vive reavivando los fantasmas del terrorismo y ha hecho del terruqueo una práctica estigmatizadora de casi todo lo que se mueva a la izquierda de la socialdemocracia. Estos antis son realmente las dos fuerzas políticas que van a elecciones cada cinco años. Es lo que somos: una democracia con identidades negativas.

Y el minicandidato lo sabe. Su impronta es una apuesta. Su estrategia consiste en tratar de aparecer, con nombre propio, en las encuestas públicas y, en algún momento clave del verano campañero, subirse a la ola de la identidad negativa con la que más afinidad sostenga. Reconoce –para sus adentros– que muy pocos votarán a favor de él o de ella, pero sí en contra de los naranjas o los rojos. De esto último, todos estamos seguros. Así el minicandidato llegará al poder por sorpresa –del electorado y de él/ella mismo/a– y con drama –pues carecerá de mayoría parlamentaria–. Ahí reposan nuestros males actuales: no solo en la victoria de un oportunista –normalmente amateur–, sino, sobre todo, en que el gobierno de un minicandidato carecerá de coalición parlamentaria que lo blinde políticamente en un Congreso agresivo y que le permita llevar adelante su plan mínimo de gobierno. Mientras Toledo, García y Humala conseguían articular alianzas en el Parlamento, la estabilidad se daba por hecho. Desde que elegimos mandatarios sin mayoría legislativa –Kuczynski y Castillo–, hemos caído en el ciclo de la crisis perpetua. Como suele repetir Giulio Valz-Gen: quizás más importante que el flash electoral que anuncie el nuevo inquilino de Palacio sea el que muestre la configuración del próximo Congreso.

Por eso sorprende que, en esta temporada preelectoral, cuando se van definiendo las minicandidaturas, sigamos interpelándolas con ingenuidad. Las preguntas de la prensa y las expectativas del establishment resultan ‘naif’: quién será nuestro Bukele o Milei de turno, sin importar la reducción de la polarización ni las mínimas condiciones de gobernabilidad que prometan los postores a la Casa de Pizarro. Si el carisma de un comediante es suficiente para pasar al ‘ballotage’ o si la marca de la universidad pondrá al rector entre los primeros lugares, comentan los analistas de riesgos políticos. Continuar con este razonamiento enfocado en las miserias del minicandidato solo reproducirá un nuevo ciclo de crisis política de gobiernos que no terminan el mandato por el que fueron elegidos. Deberían importarnos algo menos las elecciones y mucho más la gobernabilidad.

Con 26 minicandidaturas potenciales –según el registro– y las venideras, es muy probable que sigamos atrapados en esa pesadilla originada en la combinación de fragmentación partidaria y polarización ideológica. La solución no se consigue apostando por esa falacia que denominan “centro radical” (el centro no es un espacio, es un vacío, un agujero negro donde van a perderse las buenas intenciones y los oportunistas). Sino bloqueando a los extremos a través de alianzas centrípetas, sin perder de vista las identidades de izquierda y de derecha, progresistas y conservadoras. Necesitamos candidaturas con definiciones claras, pero no extremas, y basadas en una premisa ética: que estamos condenados a convivir en una misma arena, incluso con quienes hoy jalan la pita sin importarles romperla.

Carlos Meléndez es PhD en Ciencia Política