(Ilustración: Giovanni Tazza)
(Ilustración: Giovanni Tazza)
José Ugaz

En estos aciagos días de grave crisis política e institucional, han surgido varios agoreros que alertan sobre la destrucción del país y la caída a un barranco sin retorno. No ha faltado algún analista político que, insuflando el terror desde su tribuna, predice la desaparición de la democracia.

Razones para alarmarse y ser pesimista sobran. En pocos meses, hemos visto caer, en medio de acusaciones de corrupción, a un contralor, un presidente, varios ministros, un presidente del Poder Judicial y al Consejo Nacional de la Magistratura en pleno. Para colmo, tenemos a un fiscal de la Nación torpedeado con acusaciones de todo calibre que se balancea en la frágil cuerda de su impudicia, en medio del repudio nacional y la protección sin ambages de la mayoría en el Congreso.

Es ciertamente preocupante que una investigación a una organización de narcos y sicarios termine develando una red criminal integrada por magistrados, congresistas, empresarios, políticos y otros funcionarios públicos de alto nivel. Esta situación da cuenta de la existencia de un sistema operativo de corrupción que atraviesa al Estado y tiene en jaque a la sociedad peruana.

¿Cuál es su máxima expresión? De los últimos cinco ex presidentes elegidos democráticamente, dos han estado en prisión, uno está prófugo y los otros dos sujetos a investigaciones penales por corrupción. No en vano, en su reciente visita el Papa preguntó: “¿Qué pasa en el Perú que a todos sus presidentes los meten presos?”.
En días pasados hemos asistido al descalabro de un partido político que hasta hace muy poco hacía gala de su arrogancia y agresividad sin límites, ejerciendo el poder conferido en las urnas para sus propios y mezquinos intereses, que –ciertamente– no son los de la nación. Su lideresa ha vuelto a prisión acusada de dirigir una estructura criminal paralela enquistada en su partido, sin capacidad de defensa gracias a la inocultable y grosera virulencia de su bancada, convertida en ‘botica’, a los que digitaba con rígidos comandos, haciendo tabla rasa del mandato constitucional que dispone que los congresistas no están sujetos a mandato imperativo.

En un giro insospechado, han salido a pedir perdón y solicitar un diálogo nacional. Todo indica que el arrepentimiento es tardío e insuficiente. Y es que los actos de contrición para obtener, según el catecismo, el perdón divino requieren de un propósito de enmienda; no bastan lágrimas y golpes de pecho. Después de haber intentado salvar al hoy prófugo magistrado , lo menos que podrían hacer es dejar de blindar a . Pero no, pesa más el interés de tener un fiscal secuestrado que asegure algún tipo de protección.

Ante tan oscuro panorama, sin embargo, no todos somos pesimistas. Hay quienes vemos en esta colosal crisis un proceso sanador, un vía crucis de purificación. Dicho en otras palabras, una purga.
Según el Diccionario de la Real Academia Española, la palabra ‘purga’, en su quinta acepción, significa “evacuar una sustancia del organismo, ya sea naturalmente o mediante la medicina que se ha aplicado a este fin”. Definición que, a su vez, complementa a la primera, que se refiere al acto de “limpiar, purificar algo, quitándole lo innecesario, inconveniente o superfluo”.

Cuando niños, muchos crecimos con el temor de que nos apliquen una “lavativa”, el enema administrado a través de un instrumento que bombea líquido al cuerpo para limpiar y descargar el intestino. Una purga real, incómoda y, presumo, dolorosa.

Hoy, curiosamente, no es una lavativa, sino el Lava Jato el instrumento de la purga. Gracias a este caso, hemos visto expuesta en toda su miseria la calaña de la mayoría de nuestros dirigentes y autoridades: mentirosos, venales, corruptos, ambiciosos, mediocres y un largo etcétera. La investigación de Los Cuellos Blancos del Puerto confirma esta dura realidad. Tomaron el Estado, convencieron a la gente con sus engaños, hicieron de la función pública su negocio.

Pero cayó el telón y quedaron al desnudo. Hoy sabemos todo o casi todo. Estamos indignados y esa indignación a veces nos lleva a gritar: “¡Que se vayan todos!”. Tal vez no todos, pero al menos la mayoría, que son los que nos han llevado a este punto. Cabe preguntarse si esa reacción pone en peligro la poca democracia e institucionalidad que tenemos.

Pienso que no. Lejos de acarrear la muerte de la democracia y promover el populismo, esta debacle debe ser una purga efectiva que permita evacuar a todos estos elementos tóxicos de nuestro cuerpo social para purificarlo, quitándole lo inconveniente y superfluo. Estamos frente a una oportunidad única para construir una nueva clase política y renovar radicalmente el liderazgo en nuestro doliente y maravilloso Perú.