Taxista Ra Ra, por Carlos Galdós
Taxista Ra Ra, por Carlos Galdós
Carlos Galdós

El señor Peláez salía todas las mañanas encorbatado, siempre sonriente, con el maletín James Bond en la mano izquierda y con el diario El Comercio en la mano derecha. Atravesaba todo el pasadizo de la quinta saludando a las señoras que a esa hora, 6:30 a.m., barrían la puerta de sus casas. Iba con el cabello engominado gracias a Glostora y dejando a su paso rastros de su colonia Varón Dandy. El señor Jaime Peláez llegaba a la puerta de nuestro solar, en la cuadra 23 de la calle Manco Segundo, donde lo esperaba su VW escarabajo color rojo.

Una vez dentro de su auto, sacaba la franela roja que guardaba en la guantera y procedía a limpiar el parabrisas, los espejos retrovisores y las lunas, revisaba la presión de las cuatro llantas, medía el nivel de aceite en el motor, sacaba su rollo de papel higiénico Paracas para limpiarse las manos de algún vestigio de grasa o polvo y finalmente abría la puerta del piloto. Del bolsillo sacaba su letrero plastifi cado de ‘taxi’, lo pegaba en el lado derecho del parabrisas, se sentaba frente a ese timón grandote típico de los escarabajos, se ponía sus lentes bifocales, una franela verde en las piernas (jamás la roja, con la que limpiaba las lunas, pues esta era de otro uso), encendía el automóvil, esperaba 15 minutos que ‘calentara’ –con exactitud suiza gracias a su reloj Casio– y a comenzar la jornada de 12 horas frente al volante.

Él era el señor taxista de mi barrio y su auto era ‘su oficina’; así lo llamaba. En una de las tantas ‘carreras’ o ‘traslados’, como prefería llamarlas él, me dio una cátedra de lo que hoy se conoce como servicio al cliente, y se me quedó grabada la lección. “Mira, Carlos Enrique, uno en la vida tiene la opción de elegir lo que quiere ser. Este no es un taxi, esta es mi oficina, por eso está siempre limpia y bien cuidada. Yo paso 12 horas aquí adentro y de aquí pago el colegio de mi hija [Mercedes, mi vecina, estudiaba en el mismo lugar donde Yola Polastri se educó, el parroquial Santa Rosa] y la universidad de mi hijo [Edwin se quemaba las pestañas en la Garcilaso de la Vega estudiando Derecho]”. Era la década de los 80, cuando ser taxista no era una opción –como ocurrió en los 90 gracias a los despidos masivos durante el gobierno de Fujimori– sino una elección. “Yo manejo porque me gusta y conozco Lima como la palma de mi mano; dime dónde quieres ir y yo te llevo”.

No sé en qué momento el servicio de taxi se convirtió en algo insoportable, insufrible, entre los ticos inseguros, sucios, chocados y despintados y las station wagon informales, con timón cambiado y asientos destartalados, con choferes que nunca tienen cambio, que te llevan si es que tienen ganas o si no los desvías de su ruta, que paran en el grifo a echar tres soles de combustible así estés apurado, con la radio a todo volumen. Conductores maleducados y que muchas veces –que lo digan, si no, algunas de mis amigas– se creen con derecho a hablarte sobre temas íntimos o te acosan directamente...

Subir a un taxi en Perú es la radiografía de la canibalización de un servicio. Señores taxistas, aprendan de mi vecino Peláez. Un poco de colonia de vez en cuando no caería mal, y no le tengan tanto miedo a la competencia. La fuerte demanda de taxis a tavés de aplicaciones móviles (Uber, Easy Taxi y otras) es una señal de que el usuario está pidiendo a gritos un servicio de calidad, en el cual no tenga que andar regateando precios de viajes y más bien pueda disfrutar de traslados seguros y en condiciones agradables. Se acabó el festín.

Esta columna fue publicada el 10 de setiembre del 2016 en la revista Somos.