Editorial El Comercio

Para los latinoamericanos, la película que protagoniza por estos días el presidente en no es novedosa. La hemos visto en las últimas décadas interpretada por figuras como en Ecuador, en Venezuela y en Bolivia. En síntesis, el argumento es el mismo: llegan al poder de manera legítima, polarizan a las sociedades en las que gobiernan, colocan a los ciudadanos en contra de las instituciones, persiguen a la prensa independiente, socavan el principio de separación de poderes, debilitan a la oposición, capturan el Poder Judicial o partes de este para que avalen estropicios legales que los favorezcan, y –para coronarse– cambian la Constitución de sus países o, si no pueden hacerlo, desacatan abiertamente los artículos que no se alinean con sus planes.

El último jueves, el presidente Bukele, que ya venía dando pasos hacia el autoritarismo desde que llegó al poder en el 2019, anunció que postulará a la reelección en el 2024. Esto, a pesar de que la Carta Magna del país centroamericano se lo impide, tal y como el propio Bukele reconoció en una entrevista que dio en el 2013 y que ha circulado en las redes en las últimas horas.

Aunque impactante, hay que decir que esta noticia ya se veía venir. Sobre todo, desde setiembre del año pasado, cuando la Sala Constitucional de la Corte Suprema de El Salvador emitió a través del que habilitaron a Bukele a presentarse a los comicios del 2024. Los magistrados de dicha sala, para variar, habían sido colocados en sus puestos por parlamentarios afines al régimen, quienes poco antes a los jueces vigentes por haberle puesto freno a las controversiales medidas dictadas por Bukele durante la cuarentena por el en el 2020.

“Después de 201 años”, ha dicho Bukele el jueves, “al fin vivimos una verdadera independencia”. Un discurso meridianamente populista (que ya hemos escuchado en el Perú) con el que el gobernante salvadoreño busca colocarse como el iluminado que llega a solucionar problemas centenarios que otros no pudieron remediar.

Pero como decíamos antes, este es apenas el último de varios pasos que Bukele ha venido dando con miras a imponer su agenda dictatorial. Y todo esto en apenas tres años. No por nada, José Manuel Vivanco, director para las Américas de Human Rights Watch, lo ha calificado acertadamente como “un Hugo Chávez de alta velocidad”.

Bukele, ciertamente, goza de niveles inusuales de popularidad para cualquier mandatario latinoamericano (que llegan inclusive a ribetes de culto a su persona). La principal palanca de esta es su lucha contra las maras que llevan décadas convirtiendo a El Salvador en un páramo en el que el plomo ha reemplazado a la ley. Sin embargo, como explicó la periodista salvadoreña Gabriela Cáceres publicada en este Diario tres meses atrás, la reducción de homicidios en los últimos años no es producto de un plan de la policía ni del ejército; sino de un pacto con las maras –a cambio de darles beneficios penitenciarios a sus integrantes presos– que se rompió meses atrás con un alto costo de sangre, y de un aparato propagandístico bien aceitado por el régimen.

El problema es que usando como caballo de Troya esta lucha contra las maras, Bukele ha socavado derechos constitucionales, como aquellos concernientes a la libertad de las personas a las que se las ha detenido bajo la vigencia de un cuestionable ‘régimen de excepción’, y ha debilitado la labor de la prensa, promulgando leyes que, por ejemplo, limitan la manera en la que los periodistas pueden reportar sobre las pandillas.

Es a la luz de todos estos hechos que tiene que leerse el intento de Bukele por pugnar por la reelección a contrapelo de lo que la Carta Magna de su país señala. Si hubiese algo así como un “abecé del tirano latinoamericano” habría que decir que Bukele lo sigue a pies juntillas.

Editorial de El Comercio