Editorial El Comercio

Es justo decir que el Perú tiene cada vez menos fortalezas económicas. La crisis del COVID-19 dejó heridas que en el mercado laboral y en pequeñas empresas aún no cicatrizan, la creciente inseguridad ciudadana intoxica el ambiente de negocios y la volatilidad política empieza a ser un obvio lastre para el crecimiento de largo plazo. Con todo ello, no es sorprendente que las expectativas económicas no logren mejorar consistentemente a pesar de haber superado ya el gobierno del expresidente Pedro Castillo. La excepción a este inexorable deterioro es la posición y política macroeconómica del Perú. Indicador tras indicador (ratio de deuda sobre producto, reservas internacionales, inflación, tipo de cambio, déficit fiscal, etc.), esta es la ventaja comparativa más evidente del país y una que ha resistido bien la erosión del resto de campos.

Pero ninguna fortaleza es invulnerable y más bien las últimas decisiones del y del Ejecutivo podrían empezar a comprometerla. Según un informe del Instituto Peruano de Economía (IPE) publicado ayer en este Diario, “el monto asignado a remuneraciones en la Ley de 2024 asciende a S/79.000 millones, S/5,6 mil millones más en términos reales que en el 2023, marcando el mayor incremento en 10 años”.

En principio, en tanto el presupuesto sea equilibrado y los gastos adicionales justificados, no debería haber inconveniente en incrementar remuneraciones del sector público orientadas a mejorar los servicios y el funcionamiento del Estado. Pero ninguna de esas dos condiciones se cumpliría en esta ocasión.

En primer lugar, los ingresos tributarios vienen cayendo –por la recesión y los menores precios de los minerales– a un ritmo que haría muy difícil cumplir las reglas fiscales este año. Y saltarse el compromiso de mantener un presupuesto balanceado pone en riesgo el grado de inversión del que aún goza el Perú y que hace posible obtener financiamiento menos costoso que en el resto de países de la región. Más aún, el gasto en planilla es precisamente el más arriesgado a incrementar de forma desproporcionada porque luego, cuando toca ajustarse el cinturón fiscal, se hace políticamente inviable reducir los sueldos o los puestos públicos.

En segundo lugar, de acuerdo con el informe citado, más allá del espacio fiscal los aumentos no han venido acompañados de mejoras concretas en indicadores de servicios. A pesar de incrementos significativos en los ingresos de profesionales de sectores como salud o educación, por ejemplo, el porcentaje de estudiantes de segundo de primaria con rendimiento académico satisfactorio en lectura ha permanecido estancado, y el acceso a servicios de salud en primer nivel de atención no mejora.

La responsabilidad de este próximo incremento injustificado en remuneraciones públicas recae tanto en el Congreso como en el Ejecutivo, que tienen pendiente definir el presupuesto del año 2024 en los siguientes días. De hecho, como ejemplo del poco cuidado del Legislativo con la caja fiscal, recientemente la Mesa Directiva del Congreso, encabezada por el congresista Alejandro Soto, dispuso otorgar un bono extraordinario a los trabajadores del Congreso por dos UIT (casi S/10.000). Este fue solicitado por los sindicatos del Parlamento. Nuevamente, la justificación de tal generosidad con el dinero público quedó pendiente.

El Perú, como es obvio para cualquier observador y para cualquier familia, pasa por una situación económica difícil. Pero la receta para reactivar la economía nunca consiste, en ningún país, en generar desequilibrios fiscales. Si ambos poderes del Estado relacionados al presupuesto se embarcan en una escalada de mayores remuneraciones injustificadas, a la larga el resultado es peores servicios públicos y mayor pobreza para todos, trabajadores estatales o no.

Editorial de El Comercio