En el debate sobre reforma política, el parlamentario Luis Galarreta advirtió que existían presiones –“lobbies”– que estarían detrás de acelerar modificaciones electorales. De hecho, en el impasse –aparentemente superado– entre la congresista Patricia Donayre y su bancada, se sospechó de algunas ONG buscando influir en dicha agenda. “Alguien le está hablando al oído”, murmuraban en los pasos perdidos del Congreso. ¿Por qué una asociación de la sociedad civil tendría tanto interés para movilizar recursos en pro de una reforma institucional?
La ONG que ha abordado con resonante protagonismo la reforma política es la Asociación Civil Transparencia. De hecho, su asamblea –cuando fue presidida por Felipe Ortiz de Zevallos– articuló a un grupo de sus miembros que elaboró “propuestas de reforma institucional”, presentadas públicamente. A pesar de los reparos generales y puntuales que le tengo, me pareció un ejercicio encomiable que vale la pena resaltar. (Obviamente está lejos de ser una verdad grabada en piedra). Sin embargo, me parece que la buena iniciativa se echa a perder cuando el activismo remunerado desborda la reflexión voluntaria.
Es fácil enumerar las acciones de “lobby” que la secretaría de esta organización propició últimamente. Recolectó firmas de ciudadanos para legitimar el documento elaborado en gabinete y se entregó como presente al Ejecutivo (¿no hubiera sido conveniente tramitar una iniciativa legislativa?). Luego, asesoró (¿formal o informalmente?) a la Comisión de Integridad formada por el presidente que, como sabemos, no trascendió políticamente. Al no demostrar capacidad de influencia en el grupo de trabajo de Donayre (a quien acosaron mediáticamente, especialmente desde “La República”), habría encontrado ingenua receptividad en una atolondrada PCM. Dada la coyuntura de la emergencia climática, el Ejecutivo improvisó la “reconstrucción política”, “su” contribución –a estas alturas ya olvidada– que abrió innecesariamente otro flanco de tensión entre poderes. En este camino, la iniciativa madre de las “32 propuestas” terminó desgastándose, contaminándose de lo que presumiblemente aborrecen: la politización más burda. Lo que comenzó como idea de ‘think tank’ terminó como trinchera de la peor versión de frente de defensa, vacío de representatividad y repleto de politiquería.
Una democracia moderna requiere de una sociedad civil que contribuya a la institucionalidad política, no una torpe, sin pericia y antipartido. Lamentablemente, quienes podrían tener la materia gris y los recursos técnicos para colaborar en un tema tan relevante lucen por su ausencia. ¿Cuál es la contribución de la universidad peruana –pública y privada– al debate sobre las instituciones políticas? ¿Qué han propuesto los politólogos y constitucionalistas de las facultades mejor rankeadas (sic) del país sobre reforma electoral? ¿Qué ha hecho el Colegio de Abogados de Lima –además de foros y charlas– para contribuir a repensar nuestra ingeniería constitucional? Un sector político se queja de que la regulación de la institucionalidad política del país está en manos de Fuerza Popular. Más bien, parecería que estamos dispuestos a dejarle la iniciativa al fujimorismo dada la degradación de quienes presumen representar a la ciudadanía. En el debate sobre reforma política, abundan activistas y reformólogos, y escasean los catedráticos y técnicos; se necesita más universidad y menos ONG.