(Ilustración: Giovanni Tazza).
(Ilustración: Giovanni Tazza).
Carlos Meléndez

La historia registrará que finalizó su primer discurso como presidente invitando a los peruanos al compromiso con la patria, “con el sueño republicano” iniciado con la independencia. “Una sola república, firme y feliz por la unión”, clamó en plena algarabía de una platea emocionada con el ‘floro’ republicano.

El “ideal republicano” –discretamente definido como institucionalidad democrática basada en el reconocimiento de una comunidad de iguales– ha reaparecido como obsesión en un sector de nuestra élite. Es música para los oídos liberales en contextos de corrupción patrimonialista (Lava Jato), lobbismo rentista (ppkausismo) y remake populista (fujimorismo). La reedición de “La utopía republicana”, de la embajadora Carmen McEvoy, sirve de flash-back académico. Alberto Vergara lo había anticipado hace algunos años en “Ciudadanos sin república”: uno de cada cuatro peruanos estaría ávido de esa política republicana. Steven Levitsky azuzó desde sus columnas la correspondiente “coalición paniaguista” (sic), que habría encontrado en Julio Guzmán su esperanza refundadora. De hecho, “The Economist” ha ascendido al ‘moradito’ al elenco de líderes latinoamericanos centristas comprometidos con el “gradualismo, pluralidad y racionalidad” que servirán de dique a la ola populista. Estamos, estimado lector, a salvo: hemos (re)encontrado la cura definitiva para el cáncer de la barbarie y el autoritarismo.

Nuestras élites tienen todo el derecho a soñar despiertas. Mientras los liberales económicos alucinan con ingresar a la OCDE, los liberales políticos ya alcanzaron –al menos en sus tertulias con vista al mar– el pacto republicano. Estos últimos han encontrado en “la suma de sus causas perdidas” (Monsiváis dixit) su victoria moral. Nuestro establishment dirigencial –tecnócratas “de lujo” e intelectuales “comprometidos”– nos ofrece así su horizonte bicentenario. Aunque reconocen el principal obstáculo –la informalidad–, fallan en abordarlo. No existe crecimiento económico sostenido ni instituciones políticas que valgan la pena fantasear, con una sociedad con un 70% de informalidad.

Ambas narrativas prescinden de identificar la microfundación del comportamiento individual frente a las instituciones (económicas y políticas). Esto es, sin el escrutinio del ethos de la informalidad –ese chip individualista antiestatal del peruano promedio–, la promesa del Primer Mundo es una broma pesada y la utopía republicana, puro floro. Para los voceros intelectuales de nuestro ‘establishment’, la brecha entre el atraso y la “república con crecimiento” se acorta con educación o reformas profundas. Ello supone que el voluntarismo de las élites activará –casi como ósmosis– el compromiso de las masas. Así, más que proyectos colectivos, promueven pastillas de optimismo, ensayos de autoayuda cívica con escasa utilidad práctica para quien diseña políticas y administra el Estado.

La fórmula republicana (“igualdad y ciudadanía”) y la tecnocrática naif (“destrabar”), tal y como están planteadas, no son fructíferas. Les falta esa conexión a tierra que los conservadores han encontrado en la vía emotiva. Las instituciones que necesitamos no descansan –únicamente– en sistemas regulatorios externos, sino también en motivaciones e identidades que guíen la interacción social. Estamos tan lejos de la OCDE como de este “sueño republicano”.

(*) En los próximos dos meses realizaré un estudio contratado para Fuerza Popular sobre su historia política.

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