Jorge Campó Loayza

En la búsqueda constante de la excelencia académica, las universidades se han enfrentado a un desafío creciente en los últimos años: el deterioro de la salud mental de sus estudiantes. Un estudio del Consorcio de Universidades reveló que el 39% de universitarios tuvo síntomas de depresión severa durante la pandemia y cerca del 31% pensó en el suicidio. Esto pone de manifiesto la situación que aún atravesamos los jóvenes que apostamos por la educación superior en nuestro país.

Hasta cierto punto, la presión por obtener calificaciones sobresalientes y las altas expectativas pueden forjar la disciplina y la resiliencia; sin embargo, a un nivel desmedido, pueden ser gatilladores de estrés, ansiedad, depresión y otros trastornos psicológicos. Cuando a esta situación se suma un ambiente académico poco acogedor, se crea un entorno en el que las universidades se vuelven generadoras de futuros profesionales sobrecargados, desmotivados y desatendidos emocionalmente.

Si bien mantener altos estándares académicos es un pilar en la misión de las universidades de mayor prestigio, ello no debe suceder a expensas de la integridad del alumnado. El sistema de educación superior debe encontrar un equilibrio entre desafiar intelectualmente a sus estudiantes y garantizar que tengan el apoyo necesario para desenvolverse adecuadamente. Esto no solo implica brindar servicios de salud mental, sino también revisar las prácticas académicas actuales que pueden contribuir con el estrés excesivo.

Una de las críticas más importantes a destacar en este contexto es la falta de atención que el Estado ha prestado a la salud mental como parte integral de la agenda educativa. Las universidades peruanas dependen en gran medida de la financiación gubernamental y la regulación. En ese sentido, es esencial que se tomen medidas más efectivas para abordar este mal, especialmente considerando los problemas estructurales arraigados en nuestro país.

Factores que contribuyen con el deterioro de la calidad de vida de los estudiantes lamentablemente abundan. La informalidad laboral, por un lado, repercute negativamente en la estabilidad financiera de los hogares en el Perú y genera una situación de incertidumbre económica para los universitarios respecto de su futuro. Por otro lado, la escasez de servicios básicos en las zonas más precarizadas del país contribuye con el aumento de la desigualdad económica y de oportunidades.

De más está decir que los estudiantes foráneos lidian con desafíos adicionales, como la adaptación súbita a un nuevo estilo de vida y la separación de sus redes de apoyo previas. En esa línea, el Gobierno debe trabajar de la mano con las universidades para promover entornos académicos saludables para todos. Esto incluye la revisión de las políticas de calificaciones, la carga de trabajo y la cultura de competencia excesiva.

La excelencia académica y la salud mental de los alumnos no deben ser mutuamente excluyentes. Es necesario que las universidades y el Estado trabajen de la mano en el compromiso por encontrar un equilibrio que desarrolle tanto el aspecto intelectual como emocional. Solo al abordar integralmente esta problemática, los universitarios alcanzaremos nuestro máximo potencial sin poner en riesgo nuestra salud y bienestar.

Jorge Campó Loayza es estudiante de Administración de la Universidad del Pacífico