¡Saca la cabeza del barril!, por Fernando Vivas
¡Saca la cabeza del barril!, por Fernando Vivas
Fernando Vivas


Fue un genio sentimental, no cerebral. El Chavo le salió del bobo como a Chaplin le salió del bobo su triste vagabundo, a Keaton su huidizo cara de palo, a Harold Lloyd su nerd con gafas y a Cantinflas su pelado descuajeringado.

Las demás creaciones de no me simpatizan mucho. Viven y se reprograman a expensas del Chavo que la achuntó de puro universal y cándido. “El Chavo del 8” es una comedia de los afectos porque invoca la risa con el filtro de la ternura. Lo hace tan pero tan conmovedoramente, que no construye gags chispeantes ni diálogos de doble filo a lo sitcom gringa: la dramaturgia de Gómez Bolaños es, en realidad una liturgia, porque el carácter ceremonioso y repetitivo de sus gags –¡chusma, chusma, chusma!-, la previsibilidad con la que pierde Don Ramón, le cae golpe al Chavo, resbala el Señor Barriga, llora la Chilindrina y Doña Florinda flirtea con el Profesor Jirafales, aparecen como una invitación a participar de una ceremonia ritual.

Y también es una liturgia porque obliga a ser caritativos con el personaje más desvalido de todos, un huérfano de papá y mamá que es adoptado por la vecindad y por la platea, el niño Jesús de una pastorela –puesta en escena muy popular y muy mexicana- que puede celebrarse en cualquier día del año.

Confieso que en algún momento me distanció, pero luego me fascinó este carácter de comedia ritualizada del Chavo. Me asombra que nos deleitemos con la repetición pausada de gags previsibles, antes que con la búsqueda de la sorpresa. Tampoco abundan grandes lecturas ni apuntes sociológicos: el Chavo no es una farsa de clases porque Florinda no es más pituca que Ramón (aunque crea que sí lo es), porque el señor Barriga no es el capitalista que viene a cobrar la renta, sino un gordo que sirve de punching bag a los chicos, y porque Gómez Bolaños nunca fue un rebelde. Al contrario, fue un tanto cobardón y pudoroso, a juzgar por su aburrida autobiografía “Sin querer queriendo” (Aguilar, México, 2006). Lo más subversivo y carnavalesco de su gran comedia despolitizada es que Don Ramón vive sin chambear y los niños lo toman como ejemplo.

Y lo más original, audaz y fantástico es que el Chavo vive en un barril. Esa sola idea (o corazonada) dispara la genialidad latente de la serie: cualquier cosa que haga o diga un niño que ve el mundo desde un tonel, como Diógenes en la Grecia antigua, tiene que ser extraordinario y virtuoso. El Chavo, el más humilde, naco y disfuncional de los personajes de la tele latina, es la encarnación de la virtud porque su humildad es absoluta. La malicia queda para la Chilindrina, la pereza para Don Ramón, la soberbia para Florinda, la envidia para Quico, la gula para el señor Barriga.

Aunque tenga cerebrito o cerebruto, desde su refugio excepcional, el Chavo vive una iluminación cada que asoma la cabeza fuera del barril. No la percibimos pero la compartimos. Con ese genial y circular punto de partida, todo se mueve en armonía alrededor. Pasamos a otro círculo, más informe, que es el de la vecindad; intuimos otro, monstruoso y despatarrado, que es el del Distrito Federal; y de ahí llegamos hasta el cosmos. El Chavo –¡honor a Roberto Gómez Bolaños!- no será lo mejor ni lo más fino pero sí lo más cohesivo, masivo y buena onda, que ha parido la cultura popular latinoamericana en las últimas décadas.

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