La casa de mi abuela y un recuerdo intacto, la columna de Lorena Salmón. (FotoIlustración: Nadia Santos)
La casa de mi abuela y un recuerdo intacto, la columna de Lorena Salmón. (FotoIlustración: Nadia Santos)
Lorena Salmón

La casa de mi abuela era grande. He hecho el trabajo de recorrer cada espacio por mi mente y su distribución más o menos era así: de la calle ingresabas al patio delantero –que compartía espacio con el estacionamiento–, el recibidor y a su derecha una sala que terminó siendo rosa. Detrás de esa primera estancia se encontraba la sala principal, y a su izquierda, el baño de visitas con espejos infinitos. Hacia la derecha se veía la escalera que llevaba hacia el piso de las habitaciones y con la que yo jugaba a medir mis poderes en el salto largo, ya que cada vez me atrevía a sortear un peldaño más saltando. Debajo de ella había un mueble multitusos donde estaba el teléfono, que se pulsaba dándole vuelta a la manija circular de los números; también estaba la colección de páginas amarillas y diferentes adornos de cerámica y cristal que tenía mi abuelita.

Pasando la sala, un comedor familiar con mesa grande y testigo de decenas de cumpleaños felices. Estaba empapelado de un colomural de un paisaje campestre con casitas estilo Tudor. Tantas veces me perdía en él imaginando novelas... A la izquierda del comedor se encontraba la cocina, donde había otro comedor interno y donde mi Mamita se la pasaba la mayor parte del día dándoles vuelta a las ollas u obligándonos a terminar su vasta comida. También había una sala, donde se armaban las jaranas y las sobremesas. Esta tenía mamparas de vidrio que daban al patio, en el que había una piscina, perros y pajaritos en una gran jaula (¡ay, abuelo!).

El patio era compartido por la casa de la hermana mayor de mi papá, socialmente conocida como Coca: en ese patio hemos jugado todos los nietos. En el segundo piso de la casa de los abuelos estaba el cuarto principal, donde mi abuelo pasaba la mayor parte del tiempo variando entre dos posturas y siempre frente al televisor: echado en diagonal a la cama o sentado en su sillón. Siempre en bividí blanco, sin guayabera encima, con pantalón –sujeto por cinturón de cuero– y zapatos de trabajo. Ese cuarto tenía el baño al lado; era uno con bidet –¿por qué se descontinuaron?– y una habitación que hacía de pequeña iglesia porque mi Tata había armado un gran altar repleto de velitas misioneras encendidas en honor a todos sus santos. En ese cuarto mi tía Rosita –siempre de hábito morado– me pasaba el huevo y me sacaba de encima las malas vibras.

En ese mismo piso había otro baño de visita, una pequeña salita que sirvió de comedor a mis padres (vivieron en esa casa por una década, mientras terminaban de construir, sudor a sudor, la suya). Mi cuarto era la locura: tenía dos ambientes divididos por diferentes empapelados y colores de alfombras: cuando pasábamos de la verde a la azul significaba que habíamos traspasado la frontera y estábamos ya en el área infantil. No había puertas entre nosotros y así vivimos años.

Dentro de los escasos recuerdos puntuales de esa primera infancia, veo dos escenas. Una con toalla en la cabeza simulando el pelazo de Daniela Romo y cantando mirándome al espejo: “Yo no te pido la luna”. Y otra, alguna vez asustada bajando de mi cama, arrastrándome por el suelo y refugiándome bajo la cama de mis padres. Según yo, jamás se dieron cuenta.

El cuarto donde lo único sagrado eran el clóset y la cómoda, era el de mi madre. Como una bruja o por su gran intuición –alguna vez creí que tenía poderes especiales–, siempre se daba cuenta cuando mi hermana o yo habíamos siquiera respirado cerca. Pobre de nosotros si cogíamos algo y no lo regresábamos a su lugar del mismo idéntico fotocopiado modo que como lo encontrábamos.

La casa de la abuela siempre estaba llena de gente y quedaba en la avenida La Mar 1460, Pueblo Libre. De ella ya no queda nada. Hace años mi abuela, viuda, y la tía Coca decidieron mudarse de tremendo fortín a La Molina y vender las casas para que un edificio multifamiliar ocupara el hogar de mi infancia. Todo ha cambiado por ahí, hasta el nombre de la calle, todo menos los recuerdos intactos a los que accedo cuando cierro los ojos y veo. //

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