Cuando ser mamá también tiene que ser un juego, por Luciana Olivares. (FotoIlustración: Nadia Santos)
Cuando ser mamá también tiene que ser un juego, por Luciana Olivares. (FotoIlustración: Nadia Santos)
Luciana Olivares

Me acuerdo como si fuera ayer del día en que descubrí que estaba embarazada. Por alguna razón, yo pensaba que me iba a resultar difícil tener hijos, así que convencí a mi entonces esposo de visitar a un doctor experto en fertilidad. El médico me revisó acuciosamente y me pidió mirar hacia un monitor. “¿Ves eso que está allí?”, me preguntó. “Estás embarazada”. No sé como explicar lo que sentí. Supongo que ni el ganador de la Tinka viendo sus bolillas ganadoras en la tele puede experimentar el saber que una tiene esa bolilla ganadora pero en la panza y que cada vez que la agarra se siente la más afortunada de las criaturas.

Pero tengo que ser totalmente honesta: tenía una preocupación. Por muchos años yo había criado, cuidado, mimado, abrazado a un hijo que me había hecho muy feliz, llenando mis días y hasta mis noches de insomnio: mi trabajo. No me da vergüenza reconocerlo ni lo considero exagerado: mi trabajo era el niño de mis ojos. Sin duda no era comparable con la niña de mis ojos que en algunos meses nacería, pero no estaba dispuesta a renunciar a él.

¿Cuál era entonces esa fórmula para poder ser la mejor mamá para Fernanda y no abandonar a mi otra criatura? ¿Estaba siendo ilusa, egoísta, ambiciosa, mala madre?

Todas estas dudas y adjetivos rondaban por mi cabeza. Mi nuevo libro de cabecera podría haberse llamado “Qué esperar cuando estás esperando”, mientras las hormonas, sin duda, estaban haciendo también su trabajo. Al final, decidí seguir mi mantra, ese que ha guiado mi vida desde muy joven y que llevo tatuado en cuerpo y alma: todo y más. Entendí que en mi maternidad yo quería todo y más y si había un legado que quería dejarle a mi hija, era enseñarle que ella tiene la capacidad de alcanzar lo que se proponga, pero no con frases bonitas, sino con el ejemplo.

Esta decisión me iba a llevar a ser más creativa, planificada y disciplinada. Porque si bien no iba a ser una mamá físicamente presencial 24/7 –porque habría horas en las que estaría en la oficina–, la fuerza de nuestro vínculo tenía que tener más alcance y cobertura que el más poderoso wifi. Y para ello no podía ser solo una mamá que iba a proveer todo lo que funcionalmente ella necesitara: tenía que convertirme en su cómplice favorita del juego. Así es, porque por más banal que se sienta esta palabra, el juego me permite reír, compartir, intimar, confabular, soñar, imaginar y hasta diría que educar. Y no estaba equivocada. Según la Asociación Americana de Pediatras, jugar es esencial para el desarrollo cognitivo, social, físico y emocional de infantes, niños y jóvenes saludables.

Hoy Fernanda tiene 11 años y además de madre e hija somos compañeras de juegos. Han pasado por nuestras manos, ponies, peluches, palos, pelotas, títeres, backjardigans, barbies, monster highs, ludos y hasta Roblox. Pero a falta de juguetes tenemos canciones inventadas, apodos cariñosos, personajes imaginados y hasta un playlist que le hemos hecho a nuestro perro y que soñamos con poner en Spotify.

Hemos hablado de feminismo igualitario y utilitario en versión barbies, del Congreso con los ponis (sin alusiones personales) y del divorcio y la importancia de ser papás amigos con los pomos de los champús.

Alguna vez, una mamá me dijo: “Pobrecita, tienes que trabajar”. A lo que yo respondí firme pero educadamente: “No me compadezcas, es una decisión” . Sí, pues, no soy una mamá que puede ir a paseos todo el día en el club o a tomar desayuno a las 10 a.m. con las mamis y que llega despeinada a las reuniones de padres porque el Waze le jugó una mala pasada, pero eso no me impide saber cuál es el nuevo color favorito de Fer, el nombre del chico que no le gusta ;) y la canción que puede hacerla llorar de emoción.

Ser una gran mamá y una profesional exitosa no se trata de elegir, sino de decidir tenerlo todo y más. //

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