El armisticio y El Comercio, por Héctor López Martínez

“Ese día inolvidable El Comercio lanzó cinco ediciones que se agotaron rápidamente. Sus páginas guardan la historia de la imperecedora jornada”.
(Ilustración: Giovanni Tazza).

El 2 de noviembre de 1918, El Comercio informaba que el emperador de Austria y rey de Hungría, Carlos II, había fugado de Viena donde inmediatamente se proclamó la república. La noticia no causó sorpresa. Desde hacía semanas, el empuje de las fuerzas italianas era arrollador y los austríacos, desmoralizados, estaban en caótica retirada. A partir de ese momento los hechos se precipitaron. La crudelísima Gran Guerra, que duraba ya cuatro años, concluía lentamente pues el emperador alemán, Guillermo II, seguía dudando en aceptar los términos del armisticio propuesto por los aliados. Como se recordará, el asesinato del archiduque Fernando Francisco y de su esposa en Sarajevo, el 28 de junio de 1914, fue la llamarada que haría estallar el polvorín bélico. El 29 de julio, con grandes titulares, El Comercio decía: “La guerra declarada oficialmente entre Austria y Serbia”. La tensión aumentaba por momentos y, finalmente, el 3 de agosto el decano de la prensa nacional hacía saber que los alemanes invadían velozmente Francia. Ese día acabó la belle époque. Puedo afirmar que la cobertura periodística de esta gran conflagración universal fue una durísima prueba que El Comercio resolvería con solvencia y brillo. Dirigía el Diario Antonio Miró Quesada de la Guerra, quien, paralelamente, iniciaba su gestión de senador como representante por el Callao. Junto a él estaban sus hermanos Aurelio, Miguel, Luis y Óscar (Racso). La paternal asesoría de don José Antonio fue valiosa y constante. En la redacción el personal era magnífico: Luis Varela y Orbegoso, Ignacio Brandaríz, Víctor Melgar, Marcial Helguero y Paz Soldán, Eudocio Carrera, Carlos de la Guerra, Carlos A. Romero y varios otros más igualmente destacados.

Aurelio Miró Quesada, el gerente, hizo posible que El Comercio recibiera, durante los cuatro años, los servicios de las más importantes agencias de noticias y se multiplicó la suscripción a reputados diarios y revistas de Europa y Estados Unidos. Tres habitaciones del ala derecha del viejo inmueble de La Rifa se dedicaron exclusivamente al personal que cubriría la contienda. Sus paredes se llenaron inmediatamente de mapas y planos. Abundaban, igualmente, atlas, enciclopedias y una plétora de diccionarios bilingües. Los cablegramas llegaban en inglés, francés, alemán e italiano. Para traducir al castellano los dos primeros idiomas no hubo problemas, para los dos últimos se consiguió inmediato y cumplido apoyo. Muy pronto el público se familiarizó con los nombres de Jorge V, Nicolás II, Clemenceau, Foch, Haig, Ludendorff, Hindenburg, Pétain, Pershing, Cadorna, Mangin, etc. Los escenarios de la lucha fueron variadísimos y, en la memoria colectiva de nuestros compatriotas se grabaron topónimos por siempre asociados con valor, abnegación y también con horror, destrucción y sangre: Verdún, Marne, Somme, San Quintín, Ypres, Tannenberg, Caporetto y muchísimos más. Día tras día El Comercio informaba sobre los avatares de la guerra: las húmedas y fétidas trincheras, los infames gases asfixiantes, las sofisticadas y mortíferas ametralladoras, la implacable artillería pesada, la invención de los tanques, el vertiginoso desarrollo de la aviación y también de los miles y miles de muertos y heridos que, finalmente, sumarían millones de víctimas. En la tarde del 10 de noviembre de 1918 se supo en Lima que el káiser Guillermo II había fugado a Holanda. En Berlín, revolucionado, ondeaban banderas rojas. Finalmente los delegados alemanes firmarían el armisticio, eufemismo de rendición. Esa noche en El Comercio se acordó que toda la redacción quedaba de guardia para sacar lo más temprano posible la edición matutina. Ni Antonio ni Luis Miró Quesada estuvieron presentes. El primero era presidente del Senado y el segundo, alcalde de Lima. A las 11 de la mañana (hora europea), del día 11 del undécimo mes del año, en un vagón ferroviario ubicado en Compiègne, cerca de París, Cuartel General de Foch, se firmó el armisticio. Callaron cañones y ametralladoras. Las gentes en ciudades y pueblos aliados del Viejo Mundo y en Estados Unidos se lanzaron delirantes de gozo a las calles.

Tanto en el Callao como en Lima el arribo de la paz produjo un júbilo indescriptible. La numerosa colonia italiana encabezaba los interminables festejos. La gente vitoreaba sin cesar a los pueblos aliados, a Alsacia y Lorena, a Trento y Trieste, territorios irredentos de Francia e Italia que volvían a la patria. Limeños y chalacos enronquecían repitiendo los nombres entrañables de Tacna, Arica y Tarapacá, nuestras tierras cautivas. El Perú, en 1914, declaró su neutralidad pero cuando los germanos hundieron la barca Lorton, de bandera nacional, rompimos relaciones con Alemania y Austria (6.10.1917). Ese día inolvidable El Comercio lanzó cinco ediciones que se agotaron rápidamente. Sus páginas guardan la pequeña y gran historia de la imperecedera jornada. El decano había cumplido largamente con sus leales y crecientes lectores. A cien años de distancia podemos comprobar que su credibilidad y objetividad fueron impecables.

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