Ayer se dio principio, conforme lo anunciaba el programa oficial, a las fiestas del primer centenario de nuestra independencia con la inauguración del monumento que la república, en Lima, como demostración elocuente de la gratitud peruana, ha erigido a su libertador, el gran guerrero argentino y capitán de los Andes, el admirable genio sudamericano, el soldado resignado, patriota, noble y altruista, el general don José de San Martín. En estos días de ferviente devoción patriótica, de intenso y verdadero homenaje a los hombres que hace cien años nos dieron una patria libre e independiente, era justo y lógico que el Perú rindiera al gran soldado de la independencia la verdadera gratitud que se debe a los héroes: la del bronce.
Para que las generaciones presentes y las que vengan después no olviden nunca que tal día, como hoy, hace cien años, aquel soldado, todo desprendimiento y abnegación que, teniendo en vida todos los honores, murió pobre y lejos de su patria y su América que tanto le debe, pronunció las grandes palabras: “El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y la justicia de su causa que Dios defiende”. Desde San Martín, y después de haber pasado ya tanto tiempo, se proclama la justicia de las causas nacionales o internacionales del Perú, defendidas por Dios. Aquel genio, cuyo cerebro fue un archivo de maravillas; cuyo espíritu fue un emporio de desprendimiento, y cuyo corazón fue una fuente de buenas obras, tuvo la videncia, al proclamar al Perú libre e independiente, de que más tarde, con la marcha de los años y con el crecimiento y desarrollo de las humanas ambiciones, las causas de nuestra patria habrían de necesitar la defensa de la Providencia.
Pero no es esta sola. Junto con ella está la de los pueblos del mundo que con esta ocasión han querido rendirnos un hermoso y elocuente homenaje que los corazones peruanos, vibrando hoy más que nunca, no podrán olvidar hasta después de la tumba. Y como, desde hace precisamente un siglo, nos ampara la sombra veneranda del guerrero, del hombre bueno, del ciudadano americano —porque San Martín, no solo pertenece a la Argentina, sino a toda la América del Sur— su patria, aquel pueblo del Plata que siguió su estela luminosa, sus consejos y sus enseñanzas, marcha ahora delante de la defensa de toda causa que se escuda en noble y legítimos derechos, porque así lo proclamó en su marcha triunfal por el continente, el genio de San Martín, junto con el otro genio, hombre superior, profesor de energías, que se llamó Simón Bolívar.
Para todos los peruanos y los argentinos, para todos los que conocen aquella magna epopeya de la independencia sudamericana, el guerrero, perpetuado en el bronce, estaba presente en vida. Se diría que aquel noble animal, que llevó siempre encima, por todos los campos americanos que era menester nacieran a la vida independiente, el cuerpo casi inmaterial del Gran Capitán, iba a saltar de su pedestal de bronce, a recorrer de nuevo aquellos campos que fueron testigos de sus heroicidades y de sus épicas hazañas, y que él, José de San Martín, de nuevo iba a repetir aquellas dos frases admirables que el escultor ha grabado en el bronce: La jura de la primera bandera y la jura de la independencia.
El día de ayer ha sido la apoteosis de San Martín en el Perú. La aurora de hoy tiene que saludar en el bronce su gran figura, erigida allí como elocuente y legítima demostración de la gratitud peruana. De ahí la gran ceremonia de ayer con motivo de la inauguración de su monumento. Una vez más, los nobles e hidalgos representantes de su patria, han comprendido que la gratitud peruana no ha olvidado, no puede olvidar nunca mientras exista la nacionalidad, el nombre augusto de José de San Martín y de su gran patria, la Argentina.
En la mañana
Desde las primeras horas de la mañana se notaba en el centro de la población, y también en los barrios apartados de ella, un inusitado y entusiasta movimiento de gentes que se preparaban a concurrir a la inauguración del monumento a José de San Martín, erigido en la plaza de su nombre.
Nadie quería, y así lo hemos comprobado luego, quedarse en Lima sin asistir a la gran ceremonia de descubrir e inaugurar oficialmente la estatua del héroe. Viejos y jóvenes; hombres y mujeres; pobres y ricos, todas las categorías de la sociedad, todo el elemento trabajador anhelaba acudir a rendir el homenaje peruano al gran capitán argentino.
Como la hora indicada en el programa oficial era la del mediodía, es decir, cuando se acostumbra almorzar en todos los hogares, muchas familias llenaron muy temprano esta necesidad para disponerse a trasladarse hacia la plaza de San Martín, donde, momentos después, debía realizarse la imponente ceremonia.
Por esta razón, a las 10 de la mañana, se hacía imposible transitar por el jirón central, tal era la afluencia de viandantes que se encaminaba muy de prisa al lugar de la fiesta. Y este deseo de llegar cuanto antes, lo producía el interés de conseguir en la amplia extensión de la plaza, un sitio a propósito para presenciar tranquilamente la ceremonia, y evitar, así, los naturales atropellos, congestiones y apiñamientos de la multitud, siempre deseosa de verlo todo en fiestas de tan gran trascendencia como la que reseñamos. Además del deseo de conocer el momento, y hallarse presentes en el instante que los descubrieran, influían, también, la curiosidad de ver a las embajadas con sus uniformes de gala, el desfile del ejército, especialmente el de los granaderos a caballo de San Martín, y las marinerías de los barcos extranjeros anclados en la bahía del Callao, y que vinieran enviados por sus gobiernos a tomar parte en las fiestas de nuestra gran efemérides.
En la plaza San Martín
A las 9 y 30 de la mañana llegaron del Callao, en convoys extraordinarios, las marinerías extranjeras, desfilando por el jirón central hasta sus emplazamientos en la Plaza San Martín en este orden: tripulación del crucero francés “Jules Michelet”, del crucero italiano “Libia”, de los tres cruceros americanos “Nevada”, “Arizona” y “Oklahoma” y del “España”: momentos después llegó la del “San Martín” y la del “Guardia Nacional”, ambos argentinos y a continuación la marinería de nuestra escuadra.
Como es natural este desfile por las calles de la ciudad, a los acordes de sus respectivas bandas de músicos, y con la marcialidad de las simpáticas tripulaciones de las naves extranjeras, llevó gran gentío a la Plaza San Martín, que fue a engrosar considerablemente el que, desde temprano, estaba allí estacionado.
Las calles adyacentes
No solo el amplio cuadrilátero que circunda la plaza, sino también las calles adyacentes fueron ocupadas desde temprano por una enorme muchedumbre de gente. La avenida de la Colmena y la prolongación de ella, la esquina de Quilca y del Teatro Colón, la de Boza y Mata Judíos, la de San Cristóbal del Tren y Pando, la de la Encarnación, del Pacae, y en general todas ellas se veían completamente repletas de personas, entre ellas muchas del sexo femenino y criaturas.
Los balcones, techos, ventanas y zaguanes de todas las casas situadas a los alrededores estaban, igualmente ocupados por gran número de familias que se habían congregado allí para ver tranquilamente la ceremonia de inauguración. Lo mismo que todas las del Jirón de la Unión, por donde, según el programa, debían pasar luego las tropas, tan pronto hicieran el desfile de honor ante el monumento del prócer.
A ambos lados del jirón central se estacionaron numerosísimas personas, con el objeto de ver la llegada de las embajadas y el desfile a que hacemos referencia más adelante. Las confiterías, bares y demás lugares abiertos al público, fueron ocupados desde muy temprano por gran número de jóvenes, algunos de los cuales acompañaban a sus familias.
Así, a las 11 y 30 del día, media hora antes de la anunciada para la ceremonia, era verdaderamente pintoresco y sugestivo el tráfico por el Jirón de la Unión. Los transeúntes caminaban a pie, no solo por las aceras, sin aún por el centro de la calzada, pues se tuvo el buen tino de prohibir, por esa arteria de la capital, todo tráfico de vehículos permitiéndose el ingreso, tan solo, a los puestos a disposición de las embajadas.
La entrada a la plaza San Martín
Tampoco se permitía el ingreso libre a la plaza San Martín, sin exigir la presentación de las tarjetas respectivas que daban acceso a las tribunas especiales y cuyo número, como es natural, estuvo muy limitado.
Soldados del “Guardia de Lima” tuvieron a su cargo esta labor, cumplida en un principio, pero no satisfecha después dada la enorme aglomeración de gente que pugnaba por ingresar a la plaza y que a cada instante forzaba los gruesos cordones de policía, puestos para resguardar el orden y la mejor organización de la fiesta. Los comisarios de policía, al mando de sus respectivas columnas, tenían a su cargo los diversos sectores de la plaza. Luego se hicieron impotentes para contener a la incalculable muchedumbre y a las personas que deseaban ser de las primeras en presenciar la grandiosa ceremonia.
A la entrada del lugar donde se ha erigido la estatua, más policías impedían el acceso a las tribunas oficiales mientras no se presentara la tarjeta especial de invitación.
La policía se abrió en forma de herradura, teniendo como fondo la Exposición Nacional de Industrias y a fin de permitir el tráfico de los autos que ingresaban a la plaza, los cuales entraban por la calle de San Cristóbal del Tren y salían por Belén y Mata Judíos.
Las tribunas populares
Un conocido comerciante construyó dos amplias tribunas de madera, bastante altas, las cuales dividió hasta en palcos, una al lado de la Faltriquera del Diablo y la otra en la de San Cristóbal del Tren, ambas ocupando toda la extensión de la cuadra.
Se cobraba por la entrada una libra, y no obstante esto, estuvieron muy concurridas, especialmente por muchas familias conocidas que por una u otra razón no pudieron ir a las tribunas oficiales. La buena situación de estas tribunas permitía presenciar muy tranquilamente y muy bien los menores detalles de la ceremonia.
Las tropas
Las tropas de la guarnición, así como las marinerías extranjeras y el escuadrón del ejército argentino “Granaderos a caballo de San Martín”, tenían los siguientes emplazamientos: Los granaderos, delante de la Exposición Nacional de Industrias con el frente al monumento; las marinerías francesa e italiana, con sus respectivos jefes, delante de la tribuna popular, al lado de la calle de San Cristóbal del Tren; la española frente a los granaderos, al lado de la Prolongación de la Colmena, la argentina, al costado de la estatua, delante de la tribuna popular en la calle de la Faltriquera del Diablo y los norteamericanos, en tres filas, delante de la entrada a la plaza y de los granaderos. La marinería de la escuadra en la Colmena, la Escolta del Presidente, detrás de la marinería española, al lado de la Encarnación y el resto de las tropas, distribuido entre las calles Boza, Mata Judíos, Quilca, Belén y Pacae.
Las embajadas
A las 11 del día principiaron a llegar las embajadas a ocupar sus sitios en la tribuna oficial. La primera en aparecer fue la presidida por Su Excelencia el Grande de España, Conde de la Viñaza, embajador del Soberano Católico Alfonso XIII en nuestra magna fecha centenario, con lo cual el más joven y más hidalgo de los soberanos de Europa, como que es español, ha querido demostrar su afecto al Perú, su colonia hace cien años enviando no solo la selecta embajada a que nos referimos, sino el riquísimo cofre y el valioso pergamino a la “muy noble y muy leal ciudad de Lima”. Nos parece ocioso decir, que el señor conde de la Viñaza y el personal de la embajada, fueron saludados con grandes aplausos al paso de su carruaje por las calles de la ciudad, demostración que llegó a su colmo cuando los automóviles de la embajada de España se detuvieron en la plaza San Martín. Los vivas a España, a sus reyes, a su embajador y al Perú fueron incesantes y cariñosos.
Después fue llegando el personal de todas las embajadas, ministros en misión y enviados especiales a nuestras fiestas, siendo saludados todos con aplausos, especialmente las de Francia, Italia, Inglaterra, Estados Unidos, Brasil, Bolivia, Colombia, Paraguay y Uruguay.
A las 12 en punto, una estruendosa salva de aplausos, el repite incesante de los vivas y las ovaciones que se escuchaban, anunciaron a las personas que estaban dentro de la plaza la llegada de la ilustre embajada argentina. Monseñor Luis Duprat, el distinguido representante de la república hermana, patria de San Martín, llegó, en compañía del personal de la embajada, de los comandantes de los “Granaderos a caballo de San Martín”, en varios automóviles. Los vivas a la Argentina, a su embajador, a su ejército, a San Martín y Sáenz Peña y al Perú fueron interminables. Hacía cinco minutos que monseñor Duprat ocupaba su asiento en la tribuna oficial y aún no habían cesado las francas y sinceras demostraciones de simpatía que se le tributaran.
Los embajadores y su comitiva, a quienes acompañaba el personal de caballeros nombrados por la cancillería como miembros de la comisión de atenciones a cada una de las embajadas, eran recibidos a la entrada de la plaza por el alto personal de la cancillería, compuesto de los introductores de embajadores y ministros, señores Barrenechea y Raygada y Cisneros y Raygada, los altos empleados de la cancillería, señores Correa y Elías y Arámburo y Rosas y el personal de protocolo, señores Aramburú y Lecaros y Porras Barrenechea, quienes le acompañaban a la tribuna oficial. También recibían a la entrada los caballeros nombrados por el gobierno para esta ceremonia, señores Manuel Masías, director de obras públicas, Alfredo Piedra, Manuel Piqueras Cotolí, Manuel Gutiérrez de la Barrera, Víctor M. Arboleda, Augusto Aguirre y Oddone Razzeto.
Ya en la tribuna oficial, hacían las atenciones a las esposas e hijas de los embajadores, las señoras a quienes el gobierno encomendara esta galante misión y que son las siguientes: Augusta Espantoso de Beltrán, Luisa Paz Soldán de Moreyra, Josefa de Tezanos Pinto de Oyanguren, María Albina Elías de Correa, Mercedes Ayulo de Puente, María Isabel Ferreyros de Swayne, Luis Álvarez Calderón de Mujica, Virginia Candamo de Puente Olavegoya, Angélica Raygada de Freyre y Elena Pró de Swayne, quienes departían con las damas extranjeras que, en compañía de sus esposos, padres o hermanos, ocupaban la tribuna presidencial.
Las tribunas oficiales
Las tribunas se habían dividido en cuatro. La presidencial, hacia el lado de la antigua calle de la Faltriquera del Diablo, que tenía la caprichosa forma de una línea curva, cuya concavidad miraba al monumento. En ella tomaron asiento el presidente de la república, los ministros de estado, el mariscal Cáceres, la casa militar y los embajadores de los gobiernos extranjeros, acompañados de sus familias y de la comisión de señoras encargadas de atenderlas. En los extremos de la línea, siempre en la tribuna presidencia, el personal de las embajadas y las comisiones de atenciones, tanto civiles como militares. La tribuna oficial, al lado que ocupaban el presidente y los embajadores, estaba cubierta […]. La segunda tribuna pequeña como las otras tres, se dedicó al personal de jefes y oficiales de la marina y del ejército nacional; la tercera al consejo de oficiales generales y Poder Judicial y la cuarta al Poder Legislativo. Además, había dos más pequeñas, para las familias invitadas.
Todas estas tribunas estaban muy bien arregladas con profusión de flores.
Los caballeros peruanos que han recibido condecoraciones extranjeras con motivo del centenario, las ostentaban por primera vez.
La plaza se había engalanado con gallardetes peruanos y banderas que flameaban agitadas por el viento.
El aspecto que presentaban las tribunas oficiales era muy pintoresco y novedoso, debido a la vistosidad y lujo de los uniformes diplomáticos, a la variedad de trajes de las misiones militares allí presentes y a la elegancia y distinción de las muchas damas que los ocupaban.
Los uniformes de su excelencia el embajador de Inglaterra y del secretario de la embajada, de su excelencia el príncipe Orsini –de la embajada pontificia–, de su excelencia el conde de la Viñaza, embajador de España y de otros excelentísimos señores embajadores y miembros de misiones, llamaron la atención por su, para nosotros desconocido lujo y elegancia. El general Mangin, embajador de Francia, vestía el glorioso uniforme del ejército de su patria; aquel uniforme con que luchó cuatro años y que se glorificó y enalteció ante el mundo entero con la estupenda y grandiosa batalla de Verdun, de la cual el ilustre enviado del gobierno francés, es vencedor.
Muchos de los embajadores vestían el elegante y usual frac en ceremonias de la índole que reseñamos.
Las demás tribunas, tenían, igualmente, un aspecto simpático, por los uniformes de nuestros marinos y de los altos jefes de nuestro ejército.
La llegada del presidente
A las 12 y 15, las diferentes bandas de ejército que habían concurrido a la grandiosa ceremonia, tocaron la marcha de banderas, anunciando con ella que llegaba el presidente de la república, señor Augusto B. Leguía. Efectivamente, instantes después se detenían ante la entrada de la plaza de San Martín, la carroza presidencial de gala y las demás de gobierno, conduciendo al presidente de la república, a los ministros de estado y a su casa militar. El señor Leguía llegó acompañado del oficial mayor del ministerio de relaciones, doctor César Elguera y del auxiliar del protocolo, señor Gonzalo de Arámburo y Rosas. El jefe del Estado ceñía la banda presidencial. Fue recibido por los altos empleados de la cancillería y por los miembros de la comisión especial nombrada por el gobierno con motivo de la inauguración del monumento al proclamador de la independencia del Perú, mientras las tropas le rendían los honores de ordenanza.
El presidente tomó asiento en el sitio de honor de la tribuna presidencial, teniendo a su derecho a los monseñores Pietropaoli y Duprat, embajadores de la Santa Sede y de la Argentina y a su izquierda al excelentísimo señor conde de la Viñaza, embajador de España. Los demás asientos de la tribuna oficial fueron ocupados indistintamente por los señores embajadores de los demás países representados en nuestras fiestas.
En la tribuna oficial el presidente tenía a su lado izquierdo, hasta el fin de ella, al cuerpo consular residente en Lima, y a su derecha al personal de las embajadas y cuerpo diplomático residente.
Se descorre el velo
A las 12 y 30 del día, descendió de la tribuna oficial el presidente de la república, acompañado de los doctores Leguía y Martínez, Salomón, Rodríguez Dulanto, Barrós, Curletti y del señor Luna Iglesias, ministros de gobierno, relaciones exteriores, hacienda, justicia, marina y guerra, respectivamente, de los miembros de su casa militar y del mariscal Cáceres, y se encaminaron hacia el frente del monumento con el objeto de descubrir el velo que lo cubría.
Fue un momento verdaderamente transcendental y solemne. Las miles de personas que acudieron a presenciar esta imponente ceremonia, se hallaban presas de un religioso respeto y de una muda admiración, esperando que cayera el velo que cubría el monumento del glorioso capitán de los Andes, padre de la libertad americana y prócer de la del Perú.
En ese instante el señor Leguía, que lucía la Gran Cruz de Isabel la Católica, con que lo ha condecorado el rey de España, pronunció el siguiente discurso:
Señores:
Conmemorando hoy su fecha magna, cumple el Perú un sagrado deber erigiendo, al excelso prócer, fundador de su libertad, este monumento, destinado a prolongar su nombre y su gloria a través de las generaciones y los siglos. Ciertamente que este tributo no fue el único que el cariño y la gratitud de nuestro pueblo rindió a su inolvidable benefactor; pero ninguno de los monumentos que se alzaron en honor suyo, estuvo a la altura de sus extraordinarios merecimiento y servicios.
Hemos querido aprovechar la excepcional ocasión que nos ofrece la celebración de nuestro primer centenario de vida independiente para pagar la deuda que con el gran americano contrajimos.
De hoy en adelante, la figura broncínea del prohombre del Continente Sur nos dará la grata ilusión de una presencia inacabable, eternizando en el recuerdo de los épicos resplandores de su fecunda existencia, la gratitud de la nación que vino a redimir y a levantar, y la suma de preclaros e inimitables ejemplos que legó a la América y al mundo en su agitada y luminosa carrera militar y política.
Porque San Martín no fue solo un gran capitán aureolado por el nimbo del éxito en los campos de batalla y el timbre intensamente seductor de la victoria. Fue, más que todo, un prototipo de generosidad y de grandeza de alma, un dechado de sacrificio y de sufrimiento; tesoro del perdón y de silencio generoso; caudal de enseñanzas ciudadanas, de abnegación y de civismo. Arrancándose al poder y a los honores, y sepultando en el provenir su misión y su valer históricos, apartándose trágicamente de escena para perderse en el olvido, cansado, dijo, de oír que ambicionaba hacerse soberano; como se arrancó después a las playas de su patria que adoró y saltó a todas las cumbres y prestigios; al comprender que su espada y su nombre podían ser explotados en la negra labor de ensangrentarla, anarquizarla y dividirla.
Descorro, pues, lleno de satisfacción y de hondo orgullo, el velo que cubre esta concreción de gratitud y de gloria, para entregarla al cuidado y al culto del pueblo por él rescatado a la vida de la independencia y de la libertad el 28 de julio de 1821.
¡Peruanos!
Conservad este monumento como una reliquia amable y amada del más puro de los americanos del sur; y venid a sus plantas a aprender cómo se vive y se muere en el servicio de la patria.
Y, al hacerlo, enviemos nuestra palabra de reconocimiento y de amor al gran pueblo en que el patricio excelso vio la luz, pueblo que confió a su genio y a su brazo los elementos y el poder con que logró realizar sus providenciales destinos…
¡Viva el Perú! ¡Viva la República Argentina!
Concluidos los aplausos con que fuese recibido el discurso del presidente, este tiró de la cuerda que sujetaba las amarras del velo que cubría el monumento; pero fatalmente la cuerda reventó, no moviendo el velo a pesar de todos los esfuerzos que se hacían con este fin.
Detalle
Mientras las bandas dejaban oír los acordes del himno nacional, [un] intrépido muchacho llamado Artidoro Cossio trepó hasta la cumbre del monumento, es decir hasta sujetarse y ampararse para no caer, a las crines del caballo de San Martín. Así, y merced a su coraje y a sus grandes esfuerzos, logró desatar las amarras que cubrían la augusta figura del libertador, logrando hacer caer el velo en referencia.
El presidente de la república y monseñor Duprat felicitaron al entusiasta Cossio, ofreciéndole el primero un premio como estímulo.
Y entonces fue el momento de verdadera emoción patriótica, de intenso regocijo, de grandioso homenaje al gran hombre sudamericano, padre de valiosos pueblos y egida y antorcha luminosa de la libertad y de la democracia en América. Cayó el velo. Y apareció a la vista de la incalculable cantidad de gente que llenaba la plaza y sus lugares adyacentes, la gallarda, grandiosa y sublime, estupenda y querida figura del gran argentino José de San Martín.
Los aplausos, las aclamaciones, las hurras estruendosas se mezclaban con los acordes de nuestro himno patrio que fue ejecutado por la banda del Regimiento Guardia Republicana, allí presente.
El monumento
Inútil nos parece reseñar el monumento erigido por la gratitud peruana al sublime capitán de los Andes, el gran José de San Martín. Ya sabemos que es obra del famoso escultor español Mariano Benlliure, quien tuvo la gentileza de enviar a uno de sus discípulos predilectos, el señor Gregorio Domingo, para que dirigiera la colocación del monumento.
La parte superior que es la de bronce y a la que podemos llamar la escultórica se apoya sobre un pedestal de granito con la forma de una pirámide truncada. El basamento es escalonado. En la cara que mira hacia el oeste hay dos preciosos motivos escultóricos en la parte superior, consistentes en dos bellos desnudos de mujer, que pueden simbolizar la Gloria y la Fama, y, además, otro símbolo en forma femenina, que sostiene un block de piedra con la inscripción: “La Nación al General don José de San Martín”.
En la cara que mira al este, la fantasía del escultor se ha desarrollado en toda su amplitud, ha hermanado allí a la Argentina y el Perú, en las figuras de dos soldados, que sostienen entrelazadas sus banderas y que parece quisieran salir del bronce para iniciar de nuevo, si fuera menester, otra epopeya, tan grande, como la de hace un siglo.
En la cara que mira al norte hay un bajo relieve que representa a San Martín en el momento de jurar en Lima la Independencia, con las frases del héroe: “El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y la justicia de su causa que Dios defiende. – Lima, XXXVIII de Julio de MCCMXXI”. Y en la que mira al sur, otro igual que representa al Gran Capitán de los Andes en el momento de jurar la primera bandera de la independencia, y dice: “Soldados: Esta es la primera bandera que se bendice en América, jurad sostenerla muriendo en su defensa como yo juro”.
El monumento arranca de una superficie convexa toda ella sembrada de flores, digna cuna para el monumento de un hombre como San Martín que se merece las primicias de todas las flores y el aroma de todos los perfumes.
La figura del héroe, que cabalga su caballo de combate, es grandiosa, completamente sin efectismos y sin teatralidades. Benlliure ha comprendido a San Martín, se imbuyó de su modestia y se posesionó de su noble desprendimiento al concebir ese monumento que reafirma la gloria del gran artista español. San Martín no podía, no debía estar con la mano estirada o el ademán fiero. El guerrero aparece sereno, casi inmutable ante la tierra que va a descubrir y va a hacer nacer a la libertad y lo único que hace es descubrirse y saludarla. Saludarla con fe en el porvenir, con el sano y bello optimismo de su triunfo, por la justicia de la causa que defiende. El caballo, un caballo pesado como de guerrero, para las orejas ante el mundo desconocido, siente correr por sus venas quizás la misma luminaria del genio del hombre superior que lo cabalga y, como él, se conmueve ante la tierra americana. Las crines le son agitadas por el viento, mientras el artista, le ha imaginado subiendo la empinada cuesta de la cordillera, llevando como jinete al gran soldado, capitán de los Andes y padre de la libertad peruana.
Habla monseñor Duprat
Acto continuo, desde la tribuna oficial, el excelentísimo embajador del gobierno argentino, monseñor Luis Duprat, pronunció la siguiente hermosa oración a cada instante interrumpida por los entusiastas y frenéticos aplausos de la multitud.
Con clara dicción, con la admirable condición de orador que cautiva a los oyentes que posee el ilustre primado de la iglesia argentina, monseñor Duprat, en medio de la expectación general comenzó a leer su bello discurso. Su voz fuerte y potente, a la que acompaña el ademán persuasivo y el gesto elegante, monseñor Duprat se expresó así:
Excelentísimo señor Presidente de la República, señores:
Es particularmente grato para el sentimiento argentino que el gobierno del Perú haya querido iniciar la serie de festejos con que se solemniza el centenario de la independencia, con las apoteosis del Gran Capitán de los Andes, inaugurando este bello monumento erigido a su nombre y a su gloria en el seno de este pueblo, que él como tanto y cuyas cadenas tronchó con su espada, llamándolo a la vida de la libertad.
Porque los pueblos, como los individuos, suelen tener esos olvidos lamentables, que se asemejan mucho a la ingratitud, para con sus más grandes bienhechores. En el Perú, y particularmente en esta histórica Lima, no ha sucedido así; aquí no se ha olvidado nunca al padre de su independencia ni el culto a su memoria se ha abolido jamás.
Y hoy eleva al gran prócer una estatua digna de su gratitud y del héroe al cual consagra.
Excmo. Señor: Yo tendría que deciros a vos y vuestro pueblo: gracias a nombre de la república Argentina, si no fuera más bien toda la América del Sud (sic) la que está de parabienes en esta ocasión y la que os debe un aplauso y un voto de gracias por este auspicioso acontecimiento.
Porque, señores, la figura de San Martín ha dejado de ser exclusivamente argentina, para convertirse en una figura americana, por la proyección inmensa de su pensamiento y de sus ideales, esencialmente americanos, mucho más vastos, comprensivos y fecundos que su acción puramente guerrera y libertadora.
Y, por esto, sus estatuas estarían bien justificadas en el seno de todos los pueblos de este hemisferio, aun de aquellos cuyo suelo no pisaron sus legiones emancipadoras.
Sí, señores: ninguno de los grandes actores en la gran epopeya, en que se forjaron los nuevos destinos de esta porción del continente, le aventaja en la elevación de los sentimientos, ni en la fidelidad nunca desmentida que mantuvo como orientación de toda su obra; nadie fue más desinteresado y abnegado en el servicio de la causa americana: porque la sirvió a expensas de su propia gloria; —digo poco— la sirvió a expensas de su propia reputación.
Aun aquellos mismos episodios de su vida, que se han considerado como errores de su política, o como eclipses pasajeros de su genio, o como momentánea validación de su voluntad y de su energía, obedecieron a la misma inspiración nobilísima que informa toda su conducta; y bien estudiados, sin idea preconcebida, dan ellos mismos testimonio de la pureza de sus designios y trasparentan su grande alma, incapaz de alimentar miras mezquinas o vulgares ambiciones.
Como el de las águilas, siempre se cernió el vuelo del espíritu en las alturas y aspiró el aire puro de las cumbres, sin descender nunca a mancharse con el barro de las contiendas subalternas o de los egoísmos personales, en detrimento de los intereses generales de la causa a cuyo triunfo consagrara todos sus amores y todas sus fuerzas.
Su conducta en la paz y en la guerra constituye, por esto, una alta y perenne enseñanza, que ojalá hubieran aprendido y aplicado mejor las jóvenes naciones americanas.
Admíresele, en buena hora, cuando cruza los Andes por cumbres donde solo vuela el cóndor, emulando la audacia, la pericia y la gloria de Aníbal y de Napoleón; cuando concibe y trata los planos de sus campañas militares con sesuda madurez y tan certera previsión, que no dejan lugar alguno para el acaso de sus combinaciones estratégicas, que el éxito corona y justifica siempre, presentándole a las miradas de la posteridad como el prototipo del guerrero. Sin duda alguna, todo esto es grande; todo esto es deslumbrador; todo esto es suficiente pedestal para la celebridad; por todo esto tendrá bien ganados en América el mármol y el bronce. Jamás la emulación, ni la envidia podrán arrebatarle sus laureles.
Pero permitidme afirmar que su ecuanimidad y su fortaleza en la adversidad y en el desastre, ante la injusticia y la ingratitud, en el ostracismo y en el abandono voluntario de la escena; lo mismo que su moderación, su humanidad, su modestia y sencillez republicana en el apogeo de su gloria y su poderío, dan la sensación clara y constante de que, cual la fisonomía moral del hombre, es aún más bella y luminosa la figura del capitán y del héroe.
Se encuentra muy rara vez en los grandes conductores de hombres, reunidos en un solo haz, al lado de los grandes talentos del guerrero o del estadista, tal conjunto de virtudes cíclicas y de integridad moral, que no desmienten jamás en ninguna época ni situación de la vida; de tal modo que esta no ofrezca en ellos alguno de esos deplorables lunares que ponen a prueba la sinceridad del historiador y la habilidad del panegirista, para atenuarlos o velarlos a la mirada de la posteridad y salvar así la integridad de su fama y de su gloria.
En San Martín se pueden examinar los detalles más nimios de su existencia, sin que haya en ella nada que disimular u ocultar a los ojos de sus admiradores: todo es en ella armónico, uniformemente bello y ejemplar.
Soldado y caballero sin tacha, no manchó su gloriosa espada con actos de inútil crueldad, ni con arbitrarios despojos, ni con vejámenes injustos o innecesarios.
Sus propios adversarios tuvieron siempre por él respeto y estima; y cuando el viejo veterano La Serna, el último de vuestros virreyes, consentía a cambiar, no lejos de acá, un abrazo de afectuosa camaradería con San Martín, no hacía más que refrendar, con un gesto hidalgo, el altísimo concepto de que gozaba en las filas realistas como soldado y como hombre, el jefe insurgente de los americanos.
Peruanos, hermanos nuestros: los argentinos sentimos muy hondamente una santa ufanía de que vuestra independencia sea la obra de nuestro gran compatriota, y pensamos que vosotros, nobles, generosos, comprendéis cada sentimiento y no lo reprobáis; pero os digo que es mayor aun nuestro orgullo de que consideréis a ese gran argentino como el maestro y el modelo de las virtudes que deben informar nuestras democracias, si quieren llegar a ser la expresión más sensata de las humanas en punto a gobierno propio en el seno de la justicia, la libertad y el orden. Porque, acaso en las futuras edades lleguen a olvidar las hazañas de nuestros libertadores o a interesarse poco a las generaciones del porvenir ese género de proezas y de grandezas, o surjan tal vez otros hombres extraordinarios capaces de oscurecer con las propias estas glorias, a las cuales les rendimos hoy el culto fervoroso de nuestra admiración y de nuestra gratitud.
Pero no llegarán jamás los tiempos en que los pueblos no necesiten, para alcanzar la prosperidad y la verdadera grandeza, y para conservarlas, una vez conquistadas, las virtudes cívicas, que encarnó en su vida y a las que dio singular crédito y realce incomparable, con sus hazañas, Don José de San Martín.
Y así desaparecieran algún día estos pedestales de mármol, sobre los cuales habéis alzado su bizarra silueta, y nuestros descendientes en los siglos venideros llegaran a desfilar con indiferencia ante este monumento, sin recordar casi ya el nombre del héroe, que hoy glorificáis en él, todavía entonces, señores, el general San Martín, desde las cumbres de su grandeza moral cual gigantesco e inextinguible faro, seguirá señalando el derrotero a los pueblos que redimió y a las democracias americanas, por los siglos de los siglos.
La ovación al concluir el ilustre orador fue inmensa, indenoscriptible, interminable y grandiosa. A cada instante se sucedían los vivas y hurras a su persona, a su patria, al ejército del Plata y a San Martín.
Habla el general Martínez
Después, a nombre del ejército argentino, cuya representación ha traído a nuestras fiestas, habló el general Carlos Martínez, antiguo jefe de los “Granaderos a caballo de San Martín”, quien en frase enérgica y vibrante, con voz potente y sonora y continente militar, dijo lo siguiente:
Excelentísimo señor presidente, señores ministros, señoras y señores:
Jamás he sentido emoción más grande que la que me embarga en estos momentos, al asistir, como representante del ejército argentino, a la inauguración del monumento de nuestro gran capitán, que dedican a su memoria, con gratitud profunda y sincera, nuestros queridos hermanos del Perú; y al llamaros queridos hermanos, es porque siempre, desde mi niñez, he oído en mi hogar hablar con tanto cariño de vosotros al contárseme la actuación en este país, cuando se luchaba por la independencia, de mi bisabuelo el brigadier general y mariscal de campo del Perú don Enrique Martínez, y también en el hogar de mi ilustre amigo y malogrado presidente, el doctor Roque Sáenz Peña.
El 16 de marzo de 1812, el gobierno provisional de las Provincias Unidas del Río de la Plata promulgó un decreto, por el cual, “visto los méritos y servicios que concurrieran en la persona de don José de San Martín, se le reconocía en su empleo de teniente coronel de caballería y se le encargaba la organización de un escuadrón de granaderos a caballo”.
Este decreto dio origen al regimiento que simboliza y sintetiza las glorias de la guerra de la independencia y que está unido tan íntimamente al general San Martín, que se confunde con su nombre en la historia.
La guerra de la independencia se desarrollaba lenta y penosamente en el Alto Perú, y sus ejércitos de milicianos luchaban, llenos de patriotismo y de valor, por la libertad del patrio suelo, con alternativas de éxitos y contraste, porque lo que conquistaban hoy el valor y el empuje de su brazo, lo perdían mañana la falta de cohesión y la ingenuidad militar de sus esfuerzos.
No se ocultó un instante a la experiencia del general San Martín la falta fundamental de nuestras tropas; falta bien capaz de hacer fracasar el éxito de sus campañas, y vio que la condición única para asegurarlo, era organizar nuestros ejércitos disciplinando sus entusiasmos y fortificando el poder de sus armas, bien templadas con la enseñanza de la habilidad técnica para su manejo.
Convencido el gobierno de la verdad de este raciocinio, encomendóle, como he dicho, la organización de un escuadrón de granaderos a caballo que pudiera ser puesto como modelo del ejército entero, y que fue, según la palabra autorizada del general don Bartolomé Mitre, “la escuela en la que se educó una generación de héroes”.
El regimiento de ganaderos, bajo el comando del general San Martín, fue el origen de una transformación esencial en los ejércitos de la independencia. Fue el ejemplo decisivo que provocó una evolución trascendental en nuestras tropas, que fue causa eficiente de victoria.
Sabéis cómo inició su obra, eligiendo cuidadosamente el personal del regimiento: sabéis cómo quitara a las familias patricias sus jóvenes retoños; y al pueblo generoso sus brazos más fuertes, para que, fundiéndolos en el crisol de la disciplina, resultara de aquella amalgama el bronce en que forjó sus héroes. Sabéis cómo infundió en todos el fervor de su espíritu inmenso, el fuego de su alma extraordinaria; cómo desarrolló su inteligencia; cómo entrenó su brazo y fortificó su corazón, dando así forma y vida a aquel regimiento, cuya historia legendaria es la de la guerra de la independencia de tres naciones; y también sabéis que, después de Guayaquil, su alma grande y generosa quedó con sus queridos granaderos que, junto con sus dignos hermanos los heroicos húsares de Junín, terminaron de quitar, a la valiente y noble madre común, en los campos de batalla de Junín y Ayacucho, el más soberbio florón de su corona colonial; y aunque hiciera experiencia dolorosa, su orgullo no sufrió, porque siempre es grato convencerse de la excelencia y perfección de sus propios hijos.
Terminada la guerra, los granaderos a caballo regresaron a sus hogares, blanco el cabello de los que partieron adolescentes, bronceada su tez por los vientos en las montañas, la brisa de los mares, el sol de los trópicos y el humo de las batallas.
Volvieron los héroes, cargados de medallas y de gloria, y se extinguieron sin teñir sus sables en las luchas fratricidas, dejando tras de sí una estela luminosa de heroísmos y de gloria y una leyenda inmortal, tocándole en suerte al brigadier general Enrique Martínez, cuando regresó a Buenos Aires y por encargo del superior gobierno, el restituirlos a la patria.
Después de los trágicos y dolorosos episodios de la organización nacional: llegado nuestro país al triunfo de sus anhelos de grandeza y de paz, el superior gobierno, por decreto de 3 de febrero de 1903, aniversario del combate de San Lorenzo, bautismo de fuego de los granaderos, hizo revivir el regimiento, que no había muerto, que dormía el sueño de la gloria, sueño providencial que le impidiera intervenir en las guerras civiles.