El zambo Cavero fue la locura en el concierto de Los Hijos del Sol. Su gracia negra y palomilla, con la juventud de los músicos, fusionó lo viejo y lo eterno con lo nuevo. Cavero tiene mucha calle, muchas serenatas, harta jarana. Ha cantado 26 veces en Estados Unidos. También en Francia, Suiza, España, Suecia. Aquí es el último criollo, el último santón de un arte que, gracias a gente como él, no muere. El 29 es su santo. Quiere mucho a Rómulo Varillas y jura que se va a cuidar, que va a bajar de peso. Pero antes, escúchelo, con cajón y sin él.
—Arturo, ¿cuánto pesas?
En la entrevista saldrá.
—¿Cuánto pesas, pues?
Ya te he dicho que en la entrevista saldrá.
—¿No se resiente tu salud?
Cómo no se va a resentir si ni mis rodillas me hablan. Pero, franco, franco, voy a entrar en tratamiento, porque desde que estuve en Suiza, me he pasado, y ya las rodillas no me resisten, me duelen y no puedo seguir así.
Los limeños llaman ‘huecos’ a los restaurantes donde no sólo cocinan muy bien y donde hay una atención cariñosa y familiar. Los limeños llaman ‘huecos’ a los lugares que les sirven de refugio. Y de esos, Arturo Cavero tiene miles en Lima: en La Victoria, en Lince, en los Barrios Altos, en Breña. Un buen ‘hueco’ tiene su secreto: un plato, una delicia, que sólo sirven ahí. Y Cavero habla de sus ‘huecos’ como un guía turístico, con avidez, sorprendiendo siempre, porque él sabe dónde sirven la mejor patita, los mejores chicharrones, y el cebiche y la carapulcra, y todo lo que queda del acervo criollo, del cual, él Arturo Cavero Velásquez, es el último santón, la última gran figura de masas.
En un ‘hueco’ de Lince conversamos. En la calle lo han saludado, de los carros le han gritado —”zambo, zambo” le han dicho—, los vendedores de un mercado cercano le han hecho fiestas: Arturo, Arturo y Arturo picando de aquí, matándose de risa con la gente que no sé qué le dice, pero él es así: un palomilla gordo, un niño inmenso en cuya alma se quedaron los sonidos de todas las jaranas que en Lima hubo y las voces de los cantores, las guitarras, el redoble de los cajones...esa alegría.
—¿Y dónde los escuchabas?
En el Felipe Pinglo. Yo tendría once, doce años. El Felipe quedaba en la cuadra nueve de la avenida Abancay, yo nací en la cuadra once y me iba hasta el Pinglo a ver las jaranas. Eran dos casas que las habían juntado. Yo me puedo olvidar de esas voces, los guapeos, ese ambiente.
—¿A quiénes escuchabas?
A José Moreno, que era un cantante extraordinario y cantaba con Oscar Avilés; a Leturia, a Curro, que grabó con Oscar “Olga” de Pablo Casas; a Cervantes, a Alejandro Cortez, de Los Morochucos; y a “Pajarito” Bromley, de Los Chamas, y también escuché a Los 3 Diamantes.
—¿A Los 3 Diamantes? ¿Al trío mexicano?
Sí, ellos estuvieron en Lima y en el Pinglo. Yo los estaba escuchando y de adentro me dijeron, Arturo, vaya a comprar una liga y un lápiz Faber.
—¿Para qué?
Ellos no habían llevado guitarras y necesitaban eso para improvisar el “capotraste”, que sirve para transportar las notas. Yo después los vi en el cine, en una película con Lilia Prado, tacatí-tacatí-tacatá-tacatá, con eas piernotas y allI estaba preparándose Resortes, y por ahí Mantequilla, Chicote. Todo eso veía.
—Y ya eras gordo...
Dale. No, no era gordo. Era espigado, altito.
—Y ya te gustaba la jarana...
Cómo no. Yo nací en una quinta que se llamaba “La banderita blanca”, y a la otra cuadra quedaba el Pinglo, y más allá el Tipuani. Además, pon que yo estudié en el colegio 403 de Montevideo.
—Ya, pero ¿de quién aprendiste tus primeras canciones?
De mi madre. Ella cantaba. La primera canción que yo escuché en mi vida fue Alma Mía, de Pedro Miguel Arrese: “el día que me olvides alma mía, no sé si existirás en mi penar...”. Y que en su parte alta dice: “si los lazos que nos unen se llegaran a romper, que se acabe ahorita mismo la existencia de mi ser”. Eso fue lo primero que le escuché a mi mamá, y por eso lo canto hasta ahora, y lo cantaré. Pero, además, quiero decirte que en el barrio donde nací, toda la gente era criolla, y había fiestas, serenatas, y las fiestas eran con pick-ups alquilados, con su cajita de agujas, llevados en triciclos.
—Y escuchaste a Pablo Casas...
Cómo no, si era amigo de mis padres. Pero también lo escuché en el barrio de Santa Catalina, donde vivían sus primos, los Huapaya.
—Tus padres...
Recuerdo a mi padre con infinito amor. Era recto, disciplinado y taxista. Fue un señor, dirigente sindical y todo. Y mi madre, mi mamá era el amor.
—¿Y ellos veían bien que a ti te gustara la jarana?
Lo que pasa es que mi papá quería que yo fuera otra cosa. Le habían dicho que la bohemia tenía que ver con la perdición, con el abandono.
—Eso a tu papá. ¿Y a tu mamá?
A mi mamá le dijeron que la bohemia me iba a tuberculizar.
—¿A tuberculizar?
Sí, eso le dijeron, pues. Entonces mi madre compró una olla Récord, porque en ese tiempo había ollas a presión, compró una olla de triple aluminio, y se iba a Billingursth a comprar cabezas de bonito y me hacía concentrados de pescado para que no me tuberculizara y, fíjate ahora, no me tuberculicé. Y tanto no me tuberculicé que hoy, que quiero bajar de peso, no puedo.
—Y cuándo empezó la jarana en serio?
Bueno, yo ya a los dieciséis años tocaba percusión con Juan Criado.
—Juan Criado, el padre del arte negro en el Perú...
Él les enseñó a todos, y después empecé a hacer ‘chivos’ con orquesta.
‘Chivos’. Traducción: palabra con que los músicos o cantantes llaman a los contratos que tienen en fiestas particulares: matrimonios, cumpleaños y así. La gente de la televisión le llama `bolos’. Sigue Cavero:
...Empecé a hacer ‘chivos’ en la orquesta del señor Romero, la orquesta Capri. Después toqué mucho tiempo con los camagueyanos, la orquesta Camaguey de los Menacho. Tocaba batería, timbales y también cantaba. Tenía un swing terrible. Luego, en el 61 y 62 toco en el Negro-Negro y me encuentro con Rafaelillo, el chino Wong, Ochoa.
—El Negro-Negro, la gran bohemia de Lima...
Ahí conocí a Sérvulo Gutiérrez, a Juan Gonzalo Rose, a Alfonso Tealdo, a Jorge Pool, a Hudson Valdivia, una listaza. Pero, fíjate, a los 21 años me gradúo de profesor primario en el Instituto Pedagógico Nacional y gano tres mil soles mensuales. Ahora, fíjate más: yo, tocando y cantando en las orquestas superaba los quince mil soles. Cómo pues, así...
—¿Y lo de Avilés?
A mi tío Óscar lo conocí en el Pinglo, y después, en una serenata que le dimos por su santo en el Casino de La Victoria. Al tiempo, yo trabajaba con Fernando Loli en La Tapa, la revista musical de Polo Campos. Hacíamos un número de maravilla. Fernando con la guitarra y yo con el cajón. Hacíamos “un suspiro de mi pecho aquí es prueba de mi fiel cariño” y en la parte rapidita que dice: “yo-quiero-que-escuches-imagen-de-mi-alma-que-te-ama-y-te-adora-como-una-aventura-que nadie-ha soñado”. Esa parte rapidita. Bueno, en esa parte, la gente se ponía loca, y se levantaba, y Polo gozaba, y éramos el gran jale, hasta que Polo le dijo a Óscar Avilés: “mira ese número”, y mi tío Oscar me llevó a Odeón y ahí empezó todo.
—Cuando Augusto empieza a componer para ustedes, inicia un nuevo rumbo en sus canciones. La fuerza emotiva de siempre pero, ahora con la gracia negra, no?
Sí, pero lo primero que Augusto compone para nosotros es “Cada domingo a las doce, después de la misa...”
—Ese vals maravilloso: “cada domingo a ls doce saldré a la ventana, para esperarte como antes después de la misa, y en la esquina solitaria voy a ver a mi alma, que espera tus brazos, buscando tus pasos... Una tristeza...
Sí, y después vienen “Cariño malo” y “Cariño bonito”.
—¿Ese cómo es?
Ese que dice: “dónde se duermen, tus ojos chinitos, cariño bonito”... y que más adelante dice: “y si tú sabes, que te necesito, pasa un ratito, por mi soledad”...
—Con Los Morochucos Polo hizo “Cuando llora mi guitarra”, “Regresa”, canciones extraordinarias, y con ustedes también tiene un buen tiempo. La serie de los “cariño” es muy buena. Lo curioso es como salta de lo coloquial a lo estruendoso.
“Contigo Perú”, “Y se llama Perú”, son la locura en cualquier parte, especialmente en el extranjero. Yo he visto llorar a mucha gente con esos valses.
—Con esos valses que seguro aquí no cantan...
Y abrazados.
—Con una emoción que aquí en el país nadie tiene...
Pero aquí la gente también se emociona. A mi se me salió el corazón cuando con Oscar cantamos en el Estadio Nacional, antes del partido con la Argentina. Y te crece el alma cuando escuchas a cincuenta mil personas: “Yo también me llamo Perú, con p de patria”. Ah, es algo que no te puedo contar. Es algo indenoscriptible. Pero ahí están las imágenes de la televisión. Yo no puedo quitar esas canciones cuando me presento en público. La gente me mata. Todos, todos cantan, y es una felicidad.
—¿Qué otras canciones no puedes dejar de cantar porque sino te matan?
“Rebeca” y “Olga” se han incorporado. No puedo dejar de cantarlos. Lo que también me emociona es cómo se conmueve la gente, cómo quiere. Y hablo de la gente más pobre, que cuando termino de cantar se quita su reloj, me regala sus lapiceros. Quieren demostrarme que están felices...
—El arte es una forma de la felicidad...
Sí, pues. Eso lo comprobé cuando canté con “Los Hijos del Sol”, que son muchachos, que no han tenido la calle que tengo yo, pero que tienen tanto talento, son tan buenos, con tanto sabor. Ellos hacen un vals movido, y cuando yo entro a lo mío, cuando entro a mi quimba azambada, ellos me siguen, me agarran, porque son buenos, y eso me da felicidad. Si gusta lo que yo hago, si sigue gustando es porque yo soy feliz cuando canto. Y la música, pues es una felicidad donde todos nos reunimos.
—Aparte de los Estados Unidos, ¿dónde más has hecho llorar a los peruanos?
Bueno, en España, en Barcelona, en Vigo, en Madrid. Pero donde la cosa fue terrible, extraordinaria, fue en París. Con Óscar hicimos un espectáculo tan grande que los peruanos, los latinos, no nos querían dejar salir. Fue muy emocionante, y siempre con “Contigo Perú”, con “Y se llama Perú”.
—Qué canciones no peruanas amas?
Las canciones que cantaba Beny Moré, como: “igual que un mago de Oriente, con poder y ciencia rara, logré romper las cadenas”. Y ese bolero tremendo que dice: “Cómo fue, no sé decirte qué pasó, cómo fue, no sé explicarte qué pasó, pero de ti me enamoré”. Yo conocí a Beny.
—¿Conociste a Beny Moré?
Sí. Canté con él. Buenísimo como artista y como persona. Era alto, había sido boxeador. Nosotros nos presentamos en un espectáculo donde la estrella era Beny Moré, en el Western, y yo me pongo a tocar el cajón. No te olvides que de mí aprendieron todos, ya?. Bueno, yo estaba tocando un festejo y una noche Beny escuchó ese golpe, se sentó a escucharme y después se puso a tocar igualito que yo, como si hubiera nacido negro peruano. Es que lo negro es universal.
—Beny Moré, lo más notable de la música tropical.
Y también me gusta todo lo que cantó con Pérez Prado, ¿no? Una maravilla. Pero no solo Beny me gustaba, también Rolando La Serie, que era baterista de su orquesta, y que es un gran cantante.
—¿De qué sabores está hecha tu alma?
Mi madre cocinaba sensacional. Preparaba un pescado guisado...!Buenas noches! Mi padre también cocinaba su pescado con unas cebollas, ¡ay!, con unos tomates, y esos trozos de pescado con su arroz bien graneado, con su concolón. Pero mi madre era la reina de la cocina. Me hacía arroz con frejolito de Castilla, con camaroncitos chinos y trozos de tocino, y encima me ponía unos huevos fritos, y una salsa de rabanitos con cebollas que Buenas noches...oiga usted! Y también me hacía patitas con maní, ay Dios, un cau-cau y frejoles con papada... por favor!, si nosotros vivíamos a dos cuadras del Mercado Central.
—Estás feliz, Arturo, eres feliz...
Tengo nostalgia de mis padres. Hubiera querido que estuvieran vivos, que disfrutaran de mí. La abrazaría a mi mamá. Le besaría su cabeza. A mi papá también. Quisiera comprarle un sombrero, una casaca bien bonita. A veces, cuando estoy en el extranjero, pienso qué no les llevaría a ellos. Tengo nostalgia de mis padres, sí. Nostalgia del tiempo que ellos vivían. Ellos eran mi único mundo. Tengo el corazón lleno de amor, estoy lleno de recuerdos, pero me voy a cuidar, sí, te juro que me voy a cuidar.