¿Podría existir una elección más extraña del nombre para un movimiento arquitectónico que “brutalismo”?
Llama la atención que a algunos de los arquitectos encargados de la creación de las viviendas de la clase obrera y de los edificios públicos desde mediados de los cincuenta hasta comienzos de los setenta no les importara que los llamaran brutalistas.
¿Quiénes, particularmente aquellos a los que la barbaridad de la Segunda Guerra Mundial afectó con más fuerza, querrían vivir en edificios brutales?
Este curioso nombre es un juego de palabras con la expresión francesa béton brut, que significa concreto crudo, un material que en manos de un arquitecto y artista como Le Corbusier podía transformarse en algo extraordinariamente bello.
BRUTALISMO PARA HACER REVOLUCIÓN
El término “brutalista” fue concebido y popularizado por Reyner Banham, un crítico arquitectónico inglés excesivamente barbudo y decididamente moderno de la influyente revista The Architectural Review.
Pretendía designar a arquitectos de nueva casta, jóvenes y ambiciosos que, mientras construían una utopía socialista de la posguerra, desafiaban lo que consideraban el modernismo burgués y fantasioso de los años treinta.
Y, peor aún, retaban a la clase reticente y encantadora de la nueva arquitectura británica aprobada por el Estado, representada en Londres por el Royal Festival Hall, elemento central del Festival de Gran Bretaña de 1951.
Más bien, irónicamente, el Royal Festival Hall se convirtió en uno de los edificios británicos más populares de la posguerra.
Mientras tanto, las galerías de arte y los bloques de viviendas brutalistas se consideraban en general, hasta hace poco, como monstruosidades de concreto deshumanizantes, frías y húmedas.
El centenario de Sir Denys Lasdun, un distinguido arquitecto moderno, este mes de septiembre centra su atención en qué fue exactamente el brutalismo, por qué fue tan común en muchos países, por qué fue tan efímero y por qué, después de un largo período de capa caída, ha vuelto a ganar puntos en la estima de los críticos.
Este proceso ha estado ocurriendo desde principios de los noventa, cuando pintores, diseñadores y arquitectos jóvenes comenzaron a deleitarse con tales edificios de mala fama, como la Trellick Tower de Erno Goldfinger.
Se trata de un bloque de viviendas de concreto de 31 pisos terriblemente brutal terminado en 1972, que proyecta una sombra monumental sobre lo que antes se consideraban como las tierras baldías o el interior bohemio del oeste de Londres.
Vivir en la Trellick Tower se convirtió en una insignia del arte de moda, aun cuando los residentes de larga data tienen opiniones más ambivalentes de este vigoroso bloque de viviendas.
INSPIRACIÓN NAZI
Muchos -sin duda, la mayoría en Gran Bretaña-, estuvieron de acuerdo con el Príncipe de Gales cuando describió el centro comercial brutalista Tricorn en Portsmouth como un “bulto enmohecido de excrementos de elefante”.
Diseñado por Rodney Gordon, de la Asociación Luder Owen, había sido uno de los principales desarrollos comerciales de una ciudad que brutalmente bombardeada por la Luftwaffe.
En un artículo publicado en el diario británico The Guardian, el crítico y locutor Jonathan Meades afirma que “la imaginación de Gordon era (…) fecunda, rica, descontrolada”.
“Estaba hechizada por el constructivismo ruso, los castillos de los cruzados, horizontes levantinos. Hay tantas ideas en un solo edificio Gordon como las hay en toda la carrera de la mayoría de los arquitectos”, dice. Para él, Gordon era nada menos que “un genio”.
Sin embargo, otros observadores han señalado que -junto con otras tantas “obras maestras” brutalistas como la Hayward Gallery de Londres y el edificio de Leyes de la Universidad de Pittsburgh- el Tricorn Centre también debe algo a los emplazamientos de artillería nazi construidos a lo largo de la costa atlántica de Francia.
Estas edificaciones, creadas por la formidable Organización Todt y que eran verdaderamente brutales, fueron halladas por las tropas aliadas en 1944.
Otros, como las asombrosas torres de fuego antiaéreo en Hamburgo y Viena diseñadas por Friedrich Tamms, un arquitecto que contribuyó a dar forma al Muro del Atlántico, se parecían demasiado a las galerías de arte y bibliotecas universitarias británicas de los sesenta.
Qué extraño resulta que estos hubieran revelado una nueva arquitectura para las ciudades que habían sido bombardeadas por Alemania.
CONMOCIÓN POR LO NOVEDOSO
Esta lamentable asociación hizo por sí sola que el brutalismo fuera ampliamente impopular.
Había otras razones entendibles. Al surgir en la era de los “jóvenes aireados”, en la literatura, el teatro, el cine y la musique concrète, esta nueva arquitectura tenía como fin ser asombrosamente novedosa.
También coincidió -de hecho, con frecuencia era sinónimo- con la reconstrucción radical de centros urbanos en todo el mundo, donde las autopistas urbanas, pasos a desnivel de concreto y la burda reurbanización comercial iban fuertemente de la mano.
Más que esto, el concreto crudo se veía implacablemente sombrío bajo un cielo gris, teñido con demasiada facilidad por la lluvia y, por algún motivo, parecía un objetivo natural incluso para los jóvenes más aireados, que rociaron las paredes de las estructuras brutalistas con grafiti.
Los arquitectos que hicieron un mejor uso del béton brut y de nuevas formas valientes en climas húmedos y grises fueron los que vieron nuevas oportunidades para crear horizontes novedosos y emocionantes con nuevos materiales.
El Barbican, un exuberante complejo de viviendas de la Corporación de Londres, diseñado por Chamberlin, Powell y Bon para llenar un enorme sitio bombardeado creado en 1941 por la Luftwaffe, es una cosa brillante, una especie de versión de los años 50 de la arquitectura barroca inglesa de principios del siglo XVIII de John Vanbrugh y Nicholas Hawksmoor.
Bellamente construido, el Barbican podría haber parecido brutal; no obstante, era noble, hacía referencia a la historia y guardaba respeto a la cercana Catedral de San Pablo de Christopher Wren y a las iglesias medievales bajo su sombra.
No es de extrañar que fuera catalogado como edificio protegido en 2001, mientras que se demolieron otros edificios brutalistas más abiertamente agresivos, como el Tricorn Centre de Portsmouth.
Instituciones como English Heritage han tenido una relación ambivalente con el brutalismo, recomendando la protección de algunos y la destrucción de otros.
Como explicó Simon Thurley, director ejecutivo de English Heritage en la exposición itinerante Brutal and Beautiful del año pasado, “pocas áreas de trabajo de English Heritage son tan controvertidas… algunos aún ven los edificios de la época como monstruosidades de concreto, otros como hitos finos en la historia del diseño de edificios”.
Tal vez esto ayuda a explicar por qué Lasdun, quien desembarcó en una playa de Normandía durante el Día D y que quiso crear una arquitectura de posguerra novedosa y audaz que todos pudieran apreciar, hizo hincapié en que “no era un brutalista”, aunque hizo uso del béton brut.
Tal vez sea difícil de creer hoy día, pero el barroco y el gótico también fueron términos de burla. ¿Llegará el brutalismo a sobrevivir a su etiqueta deliberadamente polémica?