Lo veía todas las noches antes de dormir, cuando me asomaba a la ventana del piso once donde vivía. Su rostro gigante, iluminado y pelucón, era otro síntoma de la fiebre del mundial (ese virus millonario que llena tu ciudad de paneles). Brasil es la selección sudamericana que produce más muñequitos esponsoreables, hombres que no solo tienen talento sino también personalidad, carisma y carácter, un rostro que te mira a los ojos y te invita a la fiesta. De Pelé a Ronaldinho, de Dunga a Kaka, siempre será fácil instalar a esos héroes en un lugar del corazón.
Y el del panel hacía fácil la caricatura del carisma: un pelo crespo alborotado, cara de chiste, flaco narizón de ojos verdes y mirada buena onda, la alegría de fábrica combinada con el efecto amenazante de la camiseta amarelha. Lo había descubierto no mucho antes. Me asombré al ver a un defensa técnico, con estilo y alma. En el partido número cinco del mundial, David Luiz pateó un tiro libre a Colombia a treinta metros de distancia. Fue gol y fue mágico. Como Branco en el 94. Como Roberto Carlos en un amistoso en el 97. A la magia, el chico le sumaba nobleza: después de derrotar a Colombia se acercó a James y le alzó los brazos. Esa noche, vi el panel iluminado y su rostro ya no era el mismo. ¿Sonreía David? Su mirada era de súbito una confirmación de que el fútbol había atrapado una vez más a la ciudad y al planeta. Brasil estaba a un paso de la gloria. David Luiz era la estrella.
Sabemos cómo terminó la historia ese invierno. Alemania masacró a Brasil y David Luiz tuvo la peor tarde de su vida. Se le fue Mueller y Kroos lo trató como un holograma todo el partido. Al salir, se puso a llorar. Los hombres lloran en el fútbol: lloró Maradona cuando perdió la copa, lloró el 'Colorado' Gamarra cuando un gol de oro sacó a Paraguay del mundial, lloró Pirlo en la final de la Champion. Pero el de David Luiz era un llanto intolerable de una adolescente, largo, destemplado: la magia se había tornado magia negra, el héroe había perdido sus poderes y pedía perdón con lágrimas.
Esa noche, desde mi ventana, el buen David Luiz se veía ridículo allí arriba, iluminado en toda su parafernalia pomposa. Pero creo que fue justo entonces cuando se me hizo real y hasta cercano. La victoria es jugar a Dios (algunos futbolistas se lo toman literalmente); la derrota es interpretar la vida de un hombre. Si la victoria tiene un efecto narcótico, la derrota es más vívida como representación de la existencia. Cualquier bochorno sufrido por un hombre dice más de las luchas cotidianas y de los vacíos del carácter. Y David Luiz, siendo talentoso, nos lo había recordado. Al día siguiente, un diario tituló: “Conozcan al loser más caro del mundo”.
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Lo que siguió fue el periplo de un buen defensa que siempre estará al borde del error monumental. El más reciente: la humillación sufrida por el brasilero cuando Luis Suárez se divirtió haciéndole huachas en el partido del Barcelona contra el Paris Saint German. Le hicieron memes: en ellos, la torre Eiffel simula dos piernas abiertas que hacen túnel. La mamá de David Luiz salió a defenderlo en Instagram.
El perdedor más caro del mundo está listo para enfrentarnos. Me gustaría soñar que Perú será enorme y él sumará un nuevo descalabro épico. Pero tiendo a pensar que será un partido de trámite y que, al final, algún peruano le pedirá el autógrafo.
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