Transcurría 1994 y a sus 39 años, Mauro Prosperi participó en la Maratón de las Arenas: una carrera de 250 kilómetros en seis días por el Sahara que ha sido descrita como la más dura de su tipo. Una tormenta de arena provocó que el ex pentatleta olímpico se perdiera en el desierto durante más 10 días.
Aquí cuenta su historia.
Lo que más me gusta de correr maratones extremas es el hecho de que me permiten acercarme a la naturaleza. Las carreras suelen llevarse a cabo en escenarios hermosos que incluyen montañas, desiertos, glaciares. Como atleta profesional no había podido disfrutar de ese entorno: estaba muy concentrado en ganar medallas.
Me enteré de la Maratón de las arenas (Marathon des Sables) por casualidad. Ya me había retirado del pentatlón cuando un buen amigo me dijo: “Hay una maratón increíble en el desierto, pero es muy difícil”. Como me encantan los retos, empecé a entrenar inmediatamente, corriendo 40 kilómetros al día. Además, reduje la cantidad de agua que bebía, para acostumbrarme a la deshidratación. No paraba en la casa.
Prosperi corre con su compatriota italiano Mario Malerba en el Maratón de las arenas de 1994.
Mi esposa Cinzia pensó que estaba loco. La carrera es tan arriesgada que hay que firmar un formulario donde uno especifique dónde quieren que entierren su cuerpo en caso de muerte. Tomando en cuenta que tenemos tres hijos -en ese momento menores de 8 años- estaba muy preocupada. Traté de tranquilizarla. “Lo peor que puede pasar es que me insole un poco por el sol”, le dije.
Cuando llegué a Marruecos, descubrí algo maravilloso: el desierto. Me sentí embrujado.
En estos días la Maratón de las arenas es una experiencia muy diferente. Participan unas 1.300 personas que avanzan por el desierto como una especie de serpiente gigante. No podrían perderse así lo intentaran. En 1994, en cambio, solo éramos 80 participantes y muchos menos los que estaban corriendo como yo. De modo que durante la mayoría del tiempo estuve solo.
Siempre fui el primer italiano en llegar a la siguiente etapa y me gustaría poner una bandera en mi tienda para que todos pudiéramos reunirnos en las noches. Fue divertido.
La camaradería de correr en el desierto.
Solía ser el primer italiano en alcanzar la próxima etapa. Al llegar, colocaba una bandera en mi tienda, por las noches nos reuníamos ahí. Era divertido.
El cuarto día, durante la etapa más larga y difícil de la carrera, las cosas se complicaron.
Cuando partimos esa mañana ya había un poco de viento. Tras pasar cuatro puestos de control, entré a una zona de dunas de arena. Estaba solo. Las liebres -los corredores que marcan el ritmo- ya se habían adelantado.
De repente comenzó una tormenta de arena muy violenta. El viento arreció con una furia aterradora. Fui tragado por una pared de arena amarilla. Estaba ciego, no podía respirar. Sentía los latigazos de arena en el rostro, era como una tormenta de agujas.
Entendí por primera vez lo poderosa que podía ser una tormenta de arena. Le di la espalda al viento y me envolví una bufanda alrededor de la cara para evitar que la arena siguiera hiriéndome. No estaba desorientado, pero no podía dejar de moverme para evitar ser enterrado. Eventualmente me agaché en un lugar protegido y esperé que la tormenta terminara.
Duró ocho horas. Cuando el viento se calmó, ya era de noche, así que dormí en las dunas. Me sentía molesto por la carrera, pues hasta entonces, había estado ocupando el cuarto lugar. Pensé: “Bueno, ya no puedo ganar, pero todavía puedo hacer un buen tiempo. Mañana me levantaré muy temprano y trataré de llegar a la mera”.
Hay un plazo de 36 horas para cumplir con esa etapa de la carrera. Si tardas más tiempo, quedas descalificado. Todavía tenía una oportunidad. Lo que no podía imaginar era la forma dramática cómo la tormenta cambiaría todo lo que me rodeaba.
Me desperté muy temprano y me encontré con un paisaje transformado. No tenía idea de que estaba perdido. Tenía una brújula y un mapa, así que pensé que podía andar perfectamente bien. Sin embargo, sin puntos de referencia, todo es mucho más complicado.
No me preocupaba aún porque estaba seguro de que tarde o temprano me encontraría con alguien. “Quién sabe cuántos otros estarán en esta misma situación”, pensé.
“Tan pronto me encuentre con alguien podremos trabajar en equipo y llegar a la meta juntos”. Ese era mi plan, que por desgracia, no funcionó.
Cuando me di cuenta de que estaba perdido, lo primero que hice fue a orinar en mi botella de agua de repuesto, porque cuando se está todavía bien hidratado la orina es más clara y más potable. Me acordé de mi abuelo cuando me decía que durante la guerra, él y sus compañeros de armas habían bebido su propia orina cuando el agua se agotó. Lo hice como medida de precaución, pero no estaba desesperado. Estaba seguro de que los organizadores me encontrarían pronto.
Cuando se corre el Maratón de las arenas, hay que ser autosuficiente. Yo iba bien preparado: tenía un cuchillo, una brújula, un saco de dormir y un montón de comida deshidrata en mi mochila. El problema era el agua. Nos dieron agua fresca en los puestos de control, pero cuando empezó la tormenta solo me quedaba la mitad de una botella. La tomé lo más lentamente que pude.
Soy muy resistente al calor y estaba teniendo cuidado. Solo caminaba cuando estaba fresco, en las mañanas, y luego de nuevo en la noche. Durante el día, cuando no estaba caminando, intenté encontrar refugio y sombra. Llevaba dos sombreros: una gorra de béisbol con un sombrero de lana roja encima para mantener la temperatura lo más constante posible. Por suerte mi piel es bastante oscura, así que no sufría por las quemaduras solares.
El segundo día al atardecer escuché el sonido de un helicóptero que se acercaba. Asumí que me estaba buscando, así que saqué mi bengala y la tiré al aire. Volaba tan bajo que llegué a ver el casco del piloto. Pero no, él no me vio.
El helicóptero, un préstamo de la policía marroquí, regresaba a la base para reabastecerse de combustible. Desde 1995, debido a mi experiencia, los corredores han sido equipados con los mismos tipos de bengalas que se utilizan en el mar. A ellos no les agrada la idea porque pesan 500 gramos, pero en el momento en que yo participé, las bengalas que teníamos eran muy pequeñas, del tamaño de un bolígrafo.
Me quedé tranquilo. Estaba convencido de que los organizadores tendrían los recursos para encontrar a cualquiera que se perdiera en el desierto. Todavía pensaba que sería rescatado antes o después.
Un par de días después me encontré con un morabito, un santuario musulmán donde los beduinos paran cuando están cruzando el desierto. Tenía la esperanza de que estuviera habitado, pero por desgracia no había nadie allí: solo el ataúd de una persona a la que se le atribuye cierta santidad. Al menos tenía un techo sobre mi cabeza, era como estar en casa. Evalué mi situación: no era de color de rosa, pero me sentía bien físicamente. Comí un poco de mis raciones que cociné con orina fresca y no con la embotellada que estaba ahorrando para beber. Empecé a beberla al cuarto día.
El morabito se había llenado con la arena de cada una de las tormentas, así que el techo era muy bajo. Subí a la azotea para plantar mi bandera italiana, con la esperanza de que alguien que me estuviese buscando pudiera verme. Mientras estuve allá arriba, vi algunos murciélagos, apiñados en la torre. Me decidí a beber su sangre. Agarré un puñado de murciélagos, les corté la cabeza y aplasté su interior con un cuchillo. Luego chupé. Me comí al menos 20 de ellos, crudos. Sólo les hice lo que ellos le hacen a sus presas.
Me quedé en el morabito por unos días, esperando ser descubierto.
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El mapa que Prosperi llevaba consigo en 1994.
Cedí a la desesperación en dos ocasiones. La primera, cuando el helicóptero pasó sobre mí sin verme. La segunda cuando vi el aeroplano.
Llevaba tres días en el morabito cuando oí el ruido de un motor. No sé si me estaba buscando, pero inmediatamente inicié un fuego con todo lo que tenía: mi mochila y todo lo demás, con la esperanza de que el avión viera el humo. Pero justo entonces otra tormenta de arena golpeó. Duró 12 horas. De nuevo, no me vieron.
Sentí que era mi última oportunidad para ser encontrado. Me deprimí. Estaba convencido de que iba a morir y de que sería una muerte larga y agonizante, así que quería acelerarlo. Pensé que si moría en el desierto nadie me iba a encontrar. Mi esposa no recibiría la pensión de la policía: en Italia, si alguien se pierde, hay que esperar 10 años antes de ser declarado muerto. Si me moría en este santuario musulmán al menos encontrarían mi cuerpo y mi esposa tendría un ingreso.
No tenía miedo de morir. Mi decisión de atentar contra mi propia vida surgió del razonamiento lógico y no de la desesperanza. Escribí una nota a mi esposa con un trozo de carbón y luego corté mis muñecas. Me tumbé y esperé a morir, pero mi sangre se había espesado y no salía.
A la mañana siguiente me desperté. No había logrado suicidarme. La muerte no me quería todavía.
La tumba del morabito que casi se convirtió en la de Prosperi.
Lo tomé como una señal. Recuperé la confianza y me decidí a ver lo que ocurría como una competencia contra mí mismo. Tomé la determinación y me concentré otra vez. Pensaba en mis hijos.
Mauro el atleta estaba de vuelta. Necesitaba tener un plan. Todavía tenía energía, no estaba cansado. Como ex pentatleta acostumbrado a entrenar 12 horas al día, además me había preparado para la carrera, así que no me sentía demasiado débil. Todavía me quedaban algunas pastillas de energía también.
Recuperé mi fuerza y lucidez mental. Decidí salir del santuario y comenzar a caminar de nuevo, pero ¿hacia dónde? Seguí el consejo que los tuaregs nos habían dado antes de empezar la carrera: “Si están perdidos, busquen las nubes que puedan ver en el horizonte al amanecer, allí encontrarán vida. Durante el día desaparecerán, pero fijen su brújula y continúen por esa dirección”. Así que decidí ir hacia esas nubes míticas en el horizonte.
Caminé por el desierto durante días. Maté serpientes y lagartos y me los comí crudos. De esa manera, conseguía beber también. Algunos instintos surgen en situaciones de emergencia. En ese momento, mi cavernícola interior emergió.
Estaba consciente de que estaba perdiendo una cantidad increíble de peso: mientras más caminaba, más flojo sentía el reloj en la muñeca. Estaba tan deshidratado que ya no orinaba más. Por suerte tenía algo de medicina para la diarrea que seguí tomando.
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Sobrevivir en el desierto
Sin agua, la muerte llega después de tres días en el desierto, debido a que el cuerpo se deshidrata rápidamente. En el mar, la gente puede sobrevivir de seis a siete días. No hay que beber nada en las primeras 24 horas para que el cuerpo pueda entrar en modo de supervivencia. No es recomendable beber orina, pues contiene sales que en realidad pueden deshidratar más. El agua de mar es mucho peor. Para digerir proteínas hace falta más agua que para otras comidas. Lo mejor es evitarlas. Beber sangre puede ayudar a prolongar la supervivencia. Quienes sobreviven en el mar beben sangre de tortuga borracha, que tiene una concentración similar a la sangre humana.
Fuente: Los esenciales de supervivencia en el mar, de F. Golden y M. Tipton (2002).
Quería ver a mi familia y amigos de nuevo y me concentré en eso. No tenía miedo. Al mismo tiempo, empecé a ver el desierto como un lugar donde la gente podía vivir.
Pude ver su belleza. Presté cuidadosa atención a cada rastro, incluso los excrementos secos me dieron pistas sobre la dirección que debía tomar.
Aprendí que si se aprendes a mirar, hay mucha comida a nuestro alrededor. Mientras caminaba por el desierto reconocí lechos secos donde crecen los cactus y las suculentas, así que apreté para obtener su jugo y lo bebí .
Empecé a pensar en mí mismo como un hombre del desierto. Más tarde, un príncipe tuareg me dedicó un poema que aseguraba que yo era el “elegido” por haber sobrevivido tanto tiempo.
Mientras tanto, los organizadores estaban buscándome. Mi hermano y mi cuñado volaron desde Italia para unirse a la búsqueda. Encontraron algunas de las huellas que dejé atrás, como las trenzas de mis zapatos. Llegaron al morabito y encontraron signos de que estuve allí. Sin embargo, estaban seguros de que estaban buscando un cuerpo.
En el octavo día me topé con un pequeño oasis. Me acosté y me bebí, sorbiendo lentamente, durante unas seis o siete horas. Vi una huella en la arena, así sabía que la gente no podía estar lejos.
Al día siguiente, vi algunas cabras a la distancia que me dieron esperanza.
Visiblemente delgado, Prosperi recibió una bienvenida de héroe en Italia.
Entonces vi a una joven pastora. Ella me vio también y salió corriendo, asustada. Después de nueve días en el desierto imaginen cómo lucía, estaba negro de tanta mugre. La niña corrió hacia una tienda para advertir que yo iba en esa dirección.
Sólo había mujeres en el campamento, los hombres habían ido al mercado. Ellas se hicieron cargo de mí. Fueron muy amables. Una mujer mayor salió de la tienda y de inmediato me dio leche de cabra para beber. Trató de darme un poco de comida también, pero vomité inmediatamente. No me permitieron entrar en la tienda porque era hombre, pero me pusieron en una alfombra en la sombra de su porche. Entonces enviaron a alguien a llamar a la policía. A ellos les gusta acampar cerca de bases militares para garantizar su protección.
La policía vino y me llevó a su jeep. Me llevaron a su base militar, con los ojos vendados, porque no sabían quién era yo. Ellos pensaron que yo podía ser peligroso. Tenían armas y en ocasiones llegué a pensar que iban a matarme. Cuando se enteraron de que era el corredor de maratón que se perdió en Marruecos me sacaron la venda de los ojos y celebraron. Descubrí que había cruzado la frontera con Argelia. Estaba 291 kilómetros fuera de curso.
Ellos me trasladaron al hospital de Tinduf, donde finalmente, después de 10 días, tuve la oportunidad de llamar a mi esposa. Lo primero que le dije fue: “¿Ya me hiciste un funeral?”. Después de 10 días perdido en el desierto es lógico esperar que alguien esté muerto.
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Prosperi ha corrido la Maratón las arenas siete veces: en 2001 llegó de número 12.
Cuando me pesaron en el hospital había perdido 16 kilogramos, pesaba solo 45kg. Mis ojos y mi hígado sufrieron daños, pero mis riñones estaban bien. No pude comer nada más que sopa o líquidos por meses. Me tomó casi dos años recuperarme.
Cuatro años más tarde estaba de vuelta en el Marathon des Sables. La gente me pregunta por qué volví. Yo digo que cuando empiezo algo quiero terminarlo. La otra razón es que ya no pude vivir sin el desierto. La fiebre del desierto sí existe, y es una enfermedad que definitivamente contraje. El desierto me llama a saludarlo cada año, a experimentarlo.
Corrí ocho maratones desérticos más y ahora me estoy preparando para mi mayor reto. El año que viene tengo la intención de correr 7.000 kilometros de costa a costa a través del Sahara, desde Agadir (Marruecos) en el Océano Atlántico a Hurghada (Egipto) en el Mar Rojo. El deporte y la naturaleza son parte de mi vida.
Mi esposa se portó como una santa. Me soportó muchos años, hasta que debido a mi estilo de vida decidimos separarnos. Seguimos siendo mejores amigos, tal vez más ahora que cuando estábamos casados. Tengo una nueva pareja, pero ella sabe que soy un hombre con una misión. No puedo cambiar.
Prosperi planea correr una carrera de 7.000 kilometros a través del Sahara el año que viene.
Las fotografías son cortesía de Mauro Prosperi.