—1——Te voy a contar algo —dijo mi madre por teléfono—, pero antes prométeme que no vas a preocuparte.
La melodía del celular —“Every Breath You Take” de Sting— me había sorprendido frente a la computadora. El Skype estaba abierto, tenía los audífonos puestos y mi profesora Virginie seguía en línea. Me costó decirle “hola” a mi madre, me costó entender por qué debía estar preocupado (y mentir que no lo estaba). Yo venía de terminar una clase virtual de francés que había superado mis expectativas de aprendizaje, que son bastante altas y descabelladas. La meta final es olvidar el español, esa dura prisión, de una vez por todas. Tras una hora de conversación de lo más libre y natural, mi cerebro cazaba las palabras en cámara lenta, vacilando entre los dos idiomas con una torpeza deliciosa. Al fin apareció una frase para mi madre, una reacción bella y tardía aunque en la lengua equivocada: je touche du bois. “Toco madera”, la última expresión aprendida de Virginie, una de mis profesoras favoritas. La que mejor sabía enseñar y reír y, también, la más atractiva.
—Juan, ¿estás ahí? ¿Me lo prometes?
Había crujidos en la línea. Una rata hambrienta no quería dejarnos hablar. No le prometí nada, solo cambié de oreja el iPhone. Eso no ayudó mucho, así que me quité los audífonos y cerré la computadora. Miré a mi alrededor: no reconocí ese cuarto a oscuras en el que las persianas, mi amable cortina de hierro, creaban un ambiente sepulcral, perfecto para invocar al fantasma de mi exnovia, que había dormido aquí desde que era una niña y quizá no pensara volver. La lucecita verde de la cámara estaba muerta, verde y muerta como los ojos de Virginie, que no se iluminarían hasta la semana siguiente. Poco me afectaba su adiós, tenía otras profesoras de idiomas y todo el tiempo del universo para admirarlas cuando quisiera. Aprendía varias lenguas a la vez, porque ninguna en sí misma me era suficiente: lo que buscaba era una relación, una red de sistemas vacíos donde envolverme y desaparecer. Adoraba ese caos que me distanciaba y me ocultaba de mí, que cortaba toda comunicación: comunicar es, finalmente, desinformar. Era un alumno dedicado, por no decir obsesivo; pero ese asunto es mejor discutirlo luego. Desorientado, le pregunté a mi madre de qué estaba hablando, porque no entendía nada de lo que intentaba decirme.
—Eso es, no pasó nada. Estaba caminando un poco; tú sabes, en los cerros detrás de la casa —sembró aquí una pausa, como si el escenario fuera importante y me implicara a mí en lo sucedido—. El sol se estaba poniendo. Hacía viento, la arena me salpicaba en la cara y no podía ver mucho. Debí haber pisado mal, una piedra suelta, un borde frágil. La cosa es que resbalé. Rodé por una ladera terrosa, luego te juro que volé por los aires. Fue horrible, debo haberme deslizado varios metros, tragando polvo, desgarrándome las piernas, manoteando en el vacío, agarrándome a las rocas. Por suerte había una saliente, una especie de terraza que me salvó de lo peor. Llegué a ver el mar allá abajo, un fogonazo de pánico. Si no fuera por esa saliente, quién sabe lo que hubiera podido llegar a ocurrirme. ¿Te lo imaginas?
Y se calló, invitándome a imaginar el resto de su aventura flotante. Un golpe de efecto normal en ella, ya que, según mi padre, a esa mujer siempre le gustó “contar cuentos”. En mi opinión tenía sangre de escritora o, incluso, es probable que de actriz del Siglo de Oro: las que se disfrazaban por fuera para mudar por dentro. El único detalle a considerar era que los corrales de esas divas, que en algunos casos eran hombres caracterizados, quedaban lejos de Lima, nuestra ciudad peligrosa. Como fuera, le solté el “¿qué más?” que necesitaba para seguir hilando su comedia de damas volantes.
NARRATIVAMi madre soñaba en francésLuis Hernán CastañedaEditorial: AlfaguaraPáginas: 364Precio: S/69,00
—Esa terraza me salvó la vida, ¿puedes creerlo?—Puedo —me espanté—. ¿Segura de que estás bien?—Al caer puse la mano y se me dobló la muñeca.—Dios mío, mamá...—No te preocupes, ya no me duele.
Visualicé la escena. Vi a mi madre pequeña y delgada, su cabello negro atado en una tensa coleta. Su cuerpecito flotando en uno de esos buzos de ejercicio, flojos y coloridos, que se pusieron de moda los años noventa: la tela silbaba y crujía, como si fuera de aluminio. Luego la situé en el desierto montañoso que se elevaba cerca de mi casa perdida, ese paisaje lunar de senderos, recodos y precipicios donde tantas veces había jugado a las escondidas con los chicos del barrio. Donde había besado a mi primera enamorada, refugiados en una caverna desde la que podíamos espiar las olas, las mismas que aterraron a mi madre con sus promesas. Sentí el chasquido de la piedra, el derrumbe inmediato, el cuerpo etéreo. Segundos después, intolerables segundos de urgencia muda y suspensión de la gravedad, el duro impacto, el crujido del hueso, el dolor súbito, insoportable, que ahora mi madre negaba, lo mismo que siempre había hecho con todos sus dolores. Mi madre, que no llegaba a los cincuenta kilos de peso y que debía de haber atravesado el aire como un colibrí o como el fantasma de un colibrí, una pincelada en la grupa de la brisa, para luego aterrizar en la arena, donde habrá tenido que gemir sin que nadie la escuchara. Me perturbó esa imagen, me sigue perturbando. Mis ojos quieren cerrarse, pero son ojos de pez. Después el agua caliente, los ungüentos, las vendas y sus movimientos apresurados en esa casa abandonada, nuestra casa abandonada en Lima, tratando, a la vez, de calmar su dolor y de borrarlo, como si alguien pudiera verla. ¿Quién, si mi padre no volvería más a sus brazos y yo, del otro lado del planeta, un inútil con treinta años cumplidos que jamás hizo nada por nadie, me contentaba con visualizarla desde mi exilio en Galicia?
—Habrás ido al médico —atiné a decir.—¿Para qué? Si estoy bien. Fue una torcedura. Me puse llantén.—¿Puedes mover la mano? ¿Ya desinflamó?—Todavía. Está hecha una pelota. Es normal, tranquilo.—Mamá, eso parece ser una fractura.—Exagerado, qué cosas dices. Fractura...—¿Cuándo dices que te caíste?—Hace tres días. Ya estoy bien, te lo repito. Cálmate.
Entonces tienes que ir al médico, pensé con la lengua atada. Chez le médecin, me repetí en azorado silencio. Mis reacciones eran lentas, las palabras demoraban; pero la erección que me había dejado Virginie se mantenía firme. Para extraerme del sopor, dejé la tumba de mi ex, bajé las escaleras y salí al jardín, que en realidad no era un jardín sino una huerta de papas, lechugas y tomates protegida por un cerco de castaños, eucaliptos y cipreses. El aire estaba frío y húmedo, como una tina de musgo y renacuajos. Olía a pino. Detrás de la barrera de árboles, un sol blanquecino, de verano frágil, empezaba a llamear como si brillara bajo el agua, entre unas nubes de algodón deshilachado. Me dediqué a dar vueltas al borde de los cultivos haciendo malabares con el celular, temiendo que la vella me viera otra vez por su ventana y llamara a la Guardia Civil. Lo que más me inquietaba de esa amenazante mujer era el apodo que yo mismo le había puesto: vella, que significa “vieja” en gallego y suena, en español, a la más cruel de las ironías. Aletargado y restless a la vez, me pregunté si yo sería la víctima de una guerra entre lenguas que se peleaban aún por el control de mi mente o si estaría bajo efecto del shock, como si a la caída de mi madre en los cerros de Lima le hubiera seguido la mía. Una caída imaginaria, aunque con suficiente maldad para hacerme temblar como un caballo nervioso.
Luis Hernán Castañeda (Lima, 1982)El 2004 Luis Hernán Castañeda, tras egresar de la carrera de Lingüística y Literatura en la PUCP, publicó su primer libro: la novela Casa de Islandia. Luego realizó un doctorado en Literatura Latinoamericana en la Universidad de Colorado, en Boulder y publicó seis novelas más. Actualmente es profesor asociado de español en Middlebury College, Vermont.
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