En este mundo hipersensorial parece “de locos” estar frente a una pantalla de cine y sentarse a ver una película muda. Sin conversaciones, interjecciones, gritos ni susurros. Pero existen obras maestras dentro de la cinematografía silenciosa. Es el caso del Acorazado Potemkin: La magia de esta cinta rusa, producida en el contexto revolucionario de principios del siglo XX, consigue involucrar al espectador en el drama que se vive a bordo del buque de guerra más recordado de la época zarista. Como si uno fuera un marinero más, se puede sentir la indignación y el abuso. Es fácil quedarse “pegado” a la historia de los grumetes insurrectos, liderados por el joven Vakulinchuk.
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La historia es simple y compleja a la vez. Convergen referencias documentales reales, secuencias cargadas con una dosis de ficción y alta carga ideológica. Sumando esos factores, Eisenstein nos logra contar como los marineros se amotinan por un evento tan puntual como definitivo: los oficiales quieren obligar a sus subalternos a comer carne podrida. Ante su protesta, ordenan a un pelotón de fusilamiento matar a los insurrectos. Pero el pelotón se suma al levantamiento y en medio del enfrentamiento muere el marinero que lideraba el motín. Su cuerpo es bajado en las costas de Odessa, donde la población le rinde homenaje. Aquí el director idealiza la muerte del amotinado, llevándolo a una categoría de héroe. Esta manifestación es disuelta a sangre y fuego por los soldados del zar, secuencia que se estructura magistralmente en las famosas escenas de la escalera de Odessa. Digno final para una hermosa composición cinematográfica. Hasta hoy la herencia de Eisenstein es una clase de cine en si misma.