El hecho de que las extorsiones en Lima hayan encontrado un nicho rentable en colegios privados lleva la violencia a otra escala. Las personas nos convertimos en “rehenes” de nuestra propia ciudad (concepto acuñado por el sociólogo Jean Baudrillard en 1984), pues las libertades se suprimen cuando no sabemos en qué momento un tercero nos quitará la billetera o la vida.
La violencia invade un espacio sensible, quizás el más sensible de todos: la niñez. Es vital que el colegio sea un lugar seguro, en el que los niños crezcan y se desarrollen. ¿Cómo van a poder hacerlo libremente si ese lugar se convierte en presa de extorsionadores para quienes la vida ajena no vale nada? Para colmo de males, parte de los sicarios involucrados en las extorsiones a colegios también son niños y jóvenes, de entre 12 y 18 años.
La simbólica declaratoria de emergencia de la comuna de San Juan de Lurigancho es equivocada porque un despliegue de las Fuerzas Armadas –junto a una pérdida de derechos constitucionales relativos a la libertad y seguridad personales– es una medida reactiva y no es estratégica ni de largo plazo.
Lo cierto es que la situación sí es una emergencia, es una alerta que no puede gritar más alto que la inseguridad se le está yendo de las manos a la policía. Exclamar que la inteligencia policial debe ser reforzada para que pueda desarticular a estas y otras bandas criminales. Evidenciar que el crimen está tomando zonas de la ciudad, en las que Lima se rinde ante la violencia y la deja ganar. Clamar que son jóvenes menores de edad los que dirigen estas zonas de terror.
Los sicarios llegan a tener, incluso, menos de 12 años. Captar a chicos de esa edad es estratégico, ya que son inimputables. Si uno de ellos asesina a otra persona no enfrenta ninguna sanción. Esto parte del criterio de que los menores de edad no tienen la capacidad de entender las consecuencias ni la gravedad de sus actos. Es razonable pensar que un chico de 12 años no entienda el valor de la vida que está arrancando como lo hace una persona adulta, pero es por esa misma razón que la sociedad tiene que invertir en educar a los menores de edad para que no estén expuestos al hampa.
Estos chicos, claro está, no empiezan asesinando personas, comienzan cometiendo delitos menores como hurtos y robos. Delitos por los cuales tampoco enfrentan ninguna sanción. Es aquí donde urgen políticas públicas, antes de que se conviertan en sicarios y asesinos. La tolerancia con los delitos menores tiene que ser cero. Se necesitan medidas socioeducativas y sanciones penales cuya finalidad sea la reinserción de los menores de edad en la sociedad. Como dice la teoría de los vidrios rotos (aplicada en la década del 90 en Nueva York, cuando las cifras de criminalidad disminuyeron en 46%), al no sancionar los delitos menores se crea la permisividad para que escalen a delitos mayores, como lo son el sicariato y las extorsiones.