Vanessa Romo Espinoza / @vannessaromo
“Parece que vendrán muchas personas, ¿no?”. Nicolás Torres pregunta aún incrédulo, con cientos de sus fotografías listas para cubrir la galería del Centro Cultural Ricardo Palma, en Miraflores. Es la mañana del 18 de junio y esa noche comenzará su exposición en la Bienal de Fotografía de Lima. Es también la tercera vez que las fotos que toma desde hace 35 años a sus vecinos serán observadas por extraños, personas que luego se le acercarán a agradecerle por recordarles momentos de su infancia, gente que le preguntará qué mensaje quiere transmitir.
Nicolás no tiene una respuesta construida. Él ha trabajado con el único objetivo de alimentar a su familia y alegrar a las personas de su barrio Cajamarquilla, en Chosica, que piden una fotito para el recuerdo.
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Ese recuerdo es un quinceañero masivo, un concierto improvisado de vecinos. Es un movimiento de kung fu de Bruce Lee o el primer corte de pelo del niño de la casa. Es la ebriedad necia de cumpleaños, la alegría infinita del hijo graduado. Es el registro de la tristeza, además, cuando hay que fotografiar en los velorios al respetado muerto, pues la vida del barrio no es perfecta ni en su álbum familiar.
El fotógrafo ve con duda la galería vacía pero pasa la mañana y este sitio empieza a parecerse un poco a casa, al otro extremo de la ciudad. Las cerca de mil fotos que se escogieron para esta exposición junto al curador Alfredo Villar, investigador de la cultura chicha, empiezan a ser esparcidas y van contando historias. Nicolás las revisa y sonríe, recuerda algo breve en voz alta y vuelve a su incredulidad.
Mira la foto de dos niños pequeños sentados sobre un gran cerdo. “El papá me dijo que el chancho era manso, así que los subí”. Ríe. Cuando se aleja de sus fotos es una persona reservada, melancólica. Su mirada se enternece en cuanto se acerca a ellas. “Esto es un tesoro para mí pero no pensé que lo sería para alguien más”. Nicolás ya no está más absorto en su archivo y confiesa una emoción. “Nunca hubiera imaginado que mis fotos llegarían a Nueva York”, dice.
En febrero, el coleccionista francés y experto en fotografía latinoamericana Alexis Fabry llegó a su casa en Cajamarquilla para ver sus fotos y comprarle 100 de ellas. Nicolás se las vendió a S/.5 cada una, pero Fabry le terminó dando US$500. Un mes después, el nombre de Nicolás estaba en la entrada de la exposición Urbes Mutantes, en el Centro Internacional de Fotografía de Nueva York. Ahora mismo, sus imágenes de conciertos chicha de la Carretera Central son vistas por miles de personas. El ideal de muchos fotógrafos se había sido cumplido para uno que jamás lo soñó.
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HISTORIADOR DE PUEBLOSon 100 mil negativos que ha guardado todo este tiempo porque fue lo primero que le enseñaron cuando decidió estudiar para ser fotógrafo, a fines de los años 70. “Nunca sabes cuándo algún familiar del fotografiado, incluso cuando este haya muerto, vendrá a pedirte una copia. La fotografía es compromiso”, le dijo el profesor. Acto seguido, le vendió su primera cámara; después se enteraría de que estaba malograda. Esa fue la segunda lección para Torres: la fotografía también es contingencia.
De esos miles de negativos se ha querido deshacer hasta su familia, en un inicio por temor a que el Ejército se los lleve cuando revisaban las casas en la época de la violencia terrorista y luego porque ocupaban mucho espacio. Hasta que su hijo Luis, el único artista de la familia, según Nicolás, le contó al curador del trabajo de su padre. Villar incluyó algunas fotos en una exposición artística de la cultura chicha que montó en 2013. Torres empezó a ser considerado un fotógrafo vernacular de culto.
“Esta es la historia de la clase popular y migrante que no ha sido contada aún. Este archivo es un documento de memoria de un pueblo hecha por un fotógrafo de la calle que ve de una forma íntima a la sociedad, sin ninguna pretensión mayor que el registro”, dice Villar.
Nicolás no deja de alimentar esa memoria. Luego de 15 cámaras –aún guarda todas las que pudieron sobrevivir a robos y préstamos frustrados–, ahora lo acompaña una Lumix y una bicicleta con las que sigue recorriendo las ladrilleras, mercados, colegios y chacras de Cajamarquilla. La historia se escribe en movimiento.