Luz nos invita a su sala, coloca un retazo de lana rosada sobre una roca, que usa como silla, y nos pide sentarnos en ella. Para llegar a su pequeña casa de esteras y madera hay que subir más de cien escalones. En el asentamiento humano Ampliación 1 de Mayo, en Puente Piedra, en donde Luz vive con su mamá y su hermana menor, todos han tenido que construir sus casas e, incluso, las escaleras. Ni a Luz, que hoy tiene 18 años, ni a su hermana les ha parecido un sacrificio, como tampoco creen que lo haya sido vender helados en las calles para ayudar a su mamá.“Vendíamos chupetes a S/. 0,30 por las mañanas y por las tardes íbamos al colegio. Los primeros días me sentí cansada, pero luego me acostumbré”, cuenta Luz al recordar sus primeros seis años de infancia.
Para ella, trabajar no era una obligación sino una necesidad. Vilma Cárdenas, su madre, también lo creía así. Luego de separarse de su esposo, Vilma asegura que no tuvo más opción que salir con sus dos hijas, de 6 y 4 años, a vender ropa por las calles. “Yo tenía que sacarlas adelante a las dos. No podía dejarlas en la casa solas. Salíamos a las 8 a.m. y regresábamos a las 8 p.m. Si nos alcanzaba la plata comíamos en la calle. Así aprendieron ellas”, recuerda Vilma y refleja algo de culpa en sus ojos.
Para Ingrid Reyes, que cuatro de sus seis hijos salieran a barrer las calles para juntar dinero y comprar un tarro de leche, fue una sorpresa que le causó una alegría confusa. Ingrid ha tenido que lavar la ropa de familias enteras para conseguir al menos S/.20 que le alumbraran el día. Tener un tarro de leche sobre la mesa, entonces, era un privilegio que no podía rechazar.“Sé que era peligroso, pero ellos se escapaban y yo no podía dejar de trabajar para cuidarlos”, explica Ingrid.
Uno de sus hijos, de 15 años, dice que ahora que no trabaja le gusta más el colegio. Mientras se alista para ir a clases, muestra como prueba de su cambio los varios 18 en su libreta de notas.
Así como él, Luz y su hermana menor hoy viven otra realidad, alejados por el trabajo de su niñez. Junto a sus madres, Vilma e Ingrid, han sido albergados por el programa social Yachay, del Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables (MIMP), que tiene como fin erradicar el trabajo infantil. Ambas cuentan hoy con trabajos a los cuales han accedido luego de haber sido capacitadas por el programa.
Yachay fue creado a fines del 2012 y ha atendido a más de 7 mil niños y adolescentes que trabajaban en las calles, o estaban en situación de abandono, según su directora Amelia Cabrera.
En Lima, el programa identificó a 712 menores que trabajan en 13 distritos de Lima. “La mayoría vende frutas y golosinas a la salida de centros comerciales”, detalla Cabrera.No obstante, la cifra es mínima frente a 1’650.000 niños trabajadores que existen en el país, según la Encuesta Nacional de Hogares del 2011.
TRABAJO Y EXPLOTACIÓN INFANTIL
¿Debería un niño trabajar? Según el convenio 138 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), solo los mayores de 14 años pueden hacerlo y sin exceder las cuatro horas diarias. Solo pueden laborar en sectores que no afecten su salud, educación ni que los ponga en riesgo. Todo lo contrario es considerado como explotación infantil.
Para la especialista de la ONG Acción por los Niños, Lourdes Febres, no se puede ser tan radical. La experta opina que lo que se debe evitar es que los menores laboren en actividades riesgosas, como en la calle.“Hay muchos niños que saben que el trabajo los ayuda, les da un sentido de responsabilidad”, afirma.
Actualmente, los menores trabajadores deben ser registrados por el Ministerio de Trabajo y los municipios locales. Sin embargo, aún no se conoce el número de niños y adolescentes en ese registro.