Quien llegue a Tablada de Lurín, frente al gran complejo arqueológico de Pachacámac, solo verá un arenal, un terreno eriazo y el pequeño esbozo de una cicatriz queloide sobre el mismo. Esa cicatriz solo se revela si se entiende la relación que esta tiene con el gran centro ceremonial del Perú prehispánico que fue Pachacámac, y si se le puede vislumbrar desde las alturas del Templo del Sol, en donde se presiente que es un muro perimetral que marca la entrada del camino real que los oferentes hacían ingresando al templo adivinatorio desde el este.
Claro que para los que intentaron invadir ese espacio recientemente solo era un pedazo de esperanza que podían, azuzados y engañados, reclamar para ellos, como tantos miles han hecho a lo largo de la historia urbana de esta ciudad, en la maligna intersección de la pobreza y la promesa. Bajo esa idea de tomar por la fuerza lo que nos pertenece a todos los peruanos, subyace la inacción del Estado en materia de protección del patrimonio.
Antiguamente, el común denominador era la inacción negligente de mirar para otro lado con tal de ganar réditos políticos, y hoy es simplemente el no hacer nada: no inscribir los espacios como bienes públicos intangibles para que sigan siendo apetecibles para los traficantes de esperanzas ajenas; no cercar los espacios para que se formen con el tiempo derechos de uso de vías; no difundir el valor de lo que está en el espacio para que se siga ignorando que eso nos pertenece; y no emprender rescates y puestas en valor, aunque sea mínimas, para que se siga pensando que ese muro prehispánico es un objeto deleznable, dispuesto a ser tumbado por considerarse un obstáculo. En suma, mantener las cosas como están parece rendir más frutos porque, ¿qué jala más prensa: poner en valor pacientemente un lugar arqueológico o la imagen de cómo el Estado defiende a sablazos el patrimonio ante unos miserables invasores?
Lo mismo sucede con el caudal patrimonial del centro histórico, casonas viejas que son consideradas poco más que un obstáculo para el desarrollo, y que esperan el derrumbe o un incendio para que las autoridades se rasguen las vestiduras y luego todo permanezca igual. Allí están, como ignominiosos ejemplos, uno de los edificios de la plaza Dos de Mayo y la Casa Buque de Barrios Altos, ambos languideciendo estáticos bajo un mar de promesas.
No es que no exista legislación acerca del patrimonio, la hay; lo que no existe es la voluntad de afirmar esa política hacia una expresión del bien común que haga coincidir una puesta en valor que no sea un “mírame y no me toques”, sino con centros vivos de enseñanza y aprendizaje dentro de un enfoque moderno. El Estado o, en su defecto, las alcaldías deben reenfocar ese liderazgo y buscar alianzas en los fondos mundiales y en el capital privado con ideas claras, honestas y buen empuje. Pero antes, deben dejar de no hacer nada. Proacción y no reacción.