“¿Y si mejor lo dinamitamos?”, propuso el periodista Francisco Sanz, con el sarcasmo repleto de pólvora, en su última columna en DT. Y no se necesita vivir en Ate para estar tentado a darle la razón.
Hablamos, como podrá imaginar, del estadio Monumental, ese gran lastre de concreto que desde su inauguración, hace 15 años, ha contribuido a agigantar el estigma de violencia que persigue a Universitario de Deportes.
Los estadios, por supuesto, no matan gente. Pero se convierten en escenarios o generadores de violencia cuando son manejados por dirigentes pusilánimes que por miedo –o sabe Dios qué otros intereses– se coluden con quienes han hecho de la violencia un modo de vida. Y de estos, sobre todo en la tribuna norte, hay muchos en el club crema.
El fútbol está lleno de falacias. Una de ellas es que el hincha es lo más puro que hay. Esa es una mentira del tamaño de la deuda que tiene la ‘U’ con la Sunat. Han sido sus simpatizantes –o, bueno, esos maleantes que dicen serlo– los que más han perjudicado a la institución en los últimos 25 años.
Su labor de demolición se inició el mismo día que se inauguró el recinto, el 2 de julio del 2000. Mientras la ‘U’ superaba a Sporting Cristal 2-0 en la cancha, una horda bajó de los cerros de los alrededores, se metió a la playa de estacionamiento y dejó un reguero de destrozos a su paso. Desde entonces, los escándalos se han multiplicado. El episodio más triste fue la muerte del hincha aliancista Walter Oyarce, tras ser arrojado desde uno de los palcos-suite.
Sin embargo, los problemas no se han circunscrito al estadio. Quienes tienen la mala suerte de vivir cerca o en la ruta que suelen tomar los barristas para sus desplazamientos lo hacen en permanente estado de miedo ante la posibilidad real de ser atacados o robados.
Una de las consecuencias ha sido que el valor del metro cuadrado en urbanizaciones como Los Portales y Mayorazgo se haya deprimido porque a nadie le gusta vivir a expensas de los designios de unos vándalos.
Por lo demás, el Monumental es un elefante blanco que muy pocas veces ha visto colmada su capacidad, no solo por su difícil acceso y el miedo que causan los barristas, sino porque las autoridades no suelen aprobar la venta de todo su aforo para evitar actos de violencia.
Más que un motivo de orgullo, pues, el estadio ha sido un problema permanente para un club quebrado, con una deuda que ronda los US$90 millones.
Dado que no tienen el menor interés en enfrentar la violencia de las barras desde su raíz, lo mejor que podrían hacer los administradores del club – y los acreedores– es ponerse de acuerdo con los propietarios de los palcos-suite y vender el estadio. Así, resolverían sus apremios económicos, se liberarían de una pesada rémora y devolverían la tranquilidad a los vecinos de Ate. Háganlo por la gente. Y por la ‘U’.