¿Esto qué hace acá? Se preguntó su padre. Desde 1923, cuando adquirió 25 mil objetos prehispánicos de diferentes coleccionistas, don Rafael Larco Hoyle venía clasificándolos uno por uno. Por entonces, gracias a los trabajos aún no publicados de Max Uhle y Julio C. Tello, se había identificado en la costa norte testimonios de las culturas Inca, Chimú y algo aún inasible denominado proto-Chimú, que más tarde se revelaría como el mundo Moche. Sin embargo, había una serie de huacos de color oscuro, de asa y gollete grueso, que obsesionaban al curioso hacendado y que no sabía identificar.
Es un recuerdo que su hija Ysabel –o doña Chabuca– conservó desde la infancia: en el flamante Ford Tudor de la familia, viajando con su padre a la playa de Puémape, don Rafael detiene la marcha y desciende. Frente a ellos, enganchado a la rama de un algarrobo, colgaba uno de esos huacos misteriosos. Los había buscado por años en todo el valle de Chicama y Santa Catalina, y en ese paseo familiar la pieza suspendida del árbol aparecía como la equis en un mapa del tesoro. “‘¿Esto qué hace acá?’, dijo mi abuelo, y mi mamá nunca olvidaría ese momento”, dice ahora Andrés Álvarez Calderón, director del Museo Larco. Justamente allí, poco después, Rafael Larco encontraría a fines de los años veinte las primeras tumbas de la cultura que bautizaría como Cupisnique.
Ysabel Larco, fallecida la semana pasada a los 84 años, jamás olvidaría esa historia, como tampoco tantas expediciones de campo al lado de su padre. Nacida en la hacienda familiar en Chiclín, a treinta kilómetros al norte de Trujillo, había aprendido del ejemplo de su abuelo, don Rafael Larco Herrera. Aquel no era el latifundista típico y conservador, de enorme casa hacienda y trato abusivo. Por el contrario, su espíritu igualitario definió el carácter de su hijo Rafael y el de ella misma. Ese era el mundo de Ysabel. Un Chiclín donde se promovía el deporte y la cultura, con estadio, un teatro, un colegio y un hospital para todos. Un mundo animado cada 23 de junio por la fiesta principal consagrada al Señor de la Caña, heredada desde tiempos ancestrales y asociada al solsticio de invierno.
EL LARGO VIAJEEn 1956, para atender sus diversos negocios, Rafael Larco Hoyle se trasladó a Lima con su familia. Mudó con él la colección del museo que había levantado en Chiclín, adquiriendo para su exhibición una casona en Pueblo Libre, a la que imprimió del carácter trujillano. Por su parte, la joven Ysabel debió despedirse de su paraíso norteño para hacerse un espacio en la alta sociedad limeña. “Pero ella no era una aristócrata”, aclara su hijo Andrés. En efecto, era una persona diferente, fruto de la crianza igualitaria y devota. En la capital, lejos de la protección del Señor de la Caña, ella y su padre se volverían conspicuos fieles del Señor de los Milagros, cuya procesión acompañaban desde un balcón alquilado para la ocasión.
Pero este hombre omnipresente en la vida de Ysabel fallecería prematuramente, de un paro cardíaco, a los 65 años, cuando se encontraba en la cúspide de su producción intelectual. Para ella fue una pérdida devastadora. Andrés Álvarez Calderón imagina cómo aquella pérdida marcó a su madre. “Su padre se fue de improviso. Siendo para ella una energía tan poderosa, era natural que la devoción por él la llevara a idealizarlo”, señala.
En 1966, tras la muerte de don Rafael, Ysabel asumió la dirección general del museo. Como recuerda el arqueólogo Luis Lumbreras, ella había acompañado a su padre en sus expediciones desde su infancia y sentía una especial devoción por su trabajo. “Si bien el museo lo creó don Rafael, fue Ysabel quien lo mantuvo. Y la modernización emprendida en el museo estuvo fuertemente influenciada por su interés en la colección. Ella lo consideraba una obra en homenaje a su padre”, señala el estudioso.
Doce años después, Juan Velasco Alvarado da un golpe de Estado y pocos días después los tanques ocupaban la hacienda Chiclín. Como si no bastara, la dictadura intentó nacionalizar la colección, embate que Ysabel debió soportar. “Nosotros no sabemos lo que es un despojo violento, mientras que ella lo vivió en carne propia. Le quitaron todo. Cuando hablamos de su defensa del patrimonio, tenemos que pensar en el amor incondicional por el antiguo Perú que heredó de su padre, pero también en su tenaz defensa del patrimonio que la familia había constituido con tanto esfuerzo”, comenta su hijo Andrés.
Cuando los ánimos estatistas cesaron al final de la década del 80, y la propiedad privada del patrimonio cultural fue respaldada por las leyes vigentes, Ysabel Larco asumió una nueva estrategia: de la defensa férrea de la colección pasó a la creatividad para imaginar el futuro. Para el arqueólogo Luis Jaime Castillo, quien trabajó con doña Ysabel en aquellos años difíciles, el museo se había mantenido encapsulado en el tiempo. Con el apoyo de su esposo Augusto Álvarez Calderón y de amigos cercanos como Otto Eléspuru y su yerno Fernando de Trazegnies, decidió iniciar la renovación del museo. “Ysabel Larco tenía una lealtad tremenda a su padre y a su obra. Temía que abrir el museo pudiera contradecir su memoria”, dice Castillo. Entonces, los arqueólogos que empezaron a trabajar en la institución le demostraron que la mejor forma de darle continuidad a los aportes de su padre era continuar con las investigaciones, aún cuando estas pudieran llevarlos por caminos diferentes.
El reto de Ysabel Larco fue convertir una colección privada en un museo para el disfrute público. Emprendió la transformación con cautela, cuidando de no atentar contra la visión de su padre. El cambio le exigió coraje, pues no era fácil aceptar que la mejor forma de honrar la memoria de Rafael Larco Hoyle era, justamente, producir esos cambios. “Si tú congelas la memoria de un ancestro, luego no podrás cambiar el rumbo de las cosas. De la mano de sus hijos, Ysabel Larco generó una revolución en el museo y en el legado de la familia”, reflexiona Castillo.
“Ella logró que empiece un nuevo ciclo del museo y aseguró su continuidad. Su partida no nos dejó incertidumbre, sino más bien una institución sólida”, afirma la arqueóloga Ulla Holmquist, quien trabajó a su lado a partir de los años 90. Ella recuerda su compleja personalidad: una mujer moderna, gran conversadora, que valoraba la independencia y la fortaleza femenina. Y por otro lado, una mujer de fe, que cada octubre se envolvía con el hábito morado del Señor de los Milagros, de cuya hermandad fue una de sus principales benefactoras.
MUJER CREYENTEEn el Museo Larco, en el escritorio del fundador nadie ha vuelto a sentarse. Doña Ysabel, elegante y liberal, vestida siempre de impecable traje sastre y prendedor de diseño precolombino, eternos altos tacos y característico peinado, ocupaba la mesa al lado, más parecida a la de un chamán norteño, repleta de huacos, crucifijos, fotos familiares e imágenes del Señor de los Milagros. Allí, en ese saturado escritorio, convergían sus devociones familiares y religiosas. Su vínculo íntimo y personal con el Cristo Moreno quedaba patente en la entrega con que se encargaba de vestir las andas antes de la procesión, y perduró hasta el día de sus honras fúnebres, realizadas en el mismo Santuario de las Nazarenas.
Para Andrés Álvarez Calderón, la devoción por su padre y por el Señor de los Milagros son indesligables. “Son sentimientos muy parecidos, que nacen juntos, además”, explica, refiriéndose a ese lugar en la memoria donde nuestros padres son nuestros héroes y el Cristo de la Caña da sentido a nuestra infancia. Algunas veces, los señores se superponen.