Los pasajes bíblicos siempre han resultado atractivos a los cineastas. No precisamente en términos de fe, sino por la oportunidad que ofrecen para contar historias más grandes que la vida en las que la voluntad divina se manifiesta a través de prodigios inimaginables. Ello con una buena dosis de acción y sexo, sumando además la oportunidad para el lucimiento de determinadas estrellas de cine. Cuando la visión del cineasta es más crítica, el enfoque puede cambiar y convertirse en una interpretación más racional de los acontecimientos bíblicos. En donde se trata de enfocar de manera lógica las legendarias narraciones. Lo cierto es que difícilmente se puede conciliar ambas posiciones.
Y ese es el principal defecto de “Éxodo: dioses y reyes”, una nueva película sobre la lucha de Moisés por liberar a su pueblo de la esclavitud en Egipto. Porque lo que hace su director, Ridley Scott, es servirse de los milagros bíblicos para crear las más grandiosas imágenes, poniendo en funcionamiento toda la tecnología digital de la que dispone Hollywood en la actualidad. Ofrece así un espectáculo visual artificial y ruidoso, que bien puede ser deslumbrante para los amantes del 3D. Sin embargo, a la hora de enfocar los conflictos humanos de sus personajes el resultado es otro. Menos chirriante pero no más efectivo.
Curiosamente, en sus películas épicas previas, “Gladiador” (2000) y “Cruzada” (2005), una de las principales virtudes del relato se encontraba justamente en el carácter íntimo que supo imprimir en un punto: la pérdida de la fe de sus protagonistas. Tanto Maximus (Russell Crowe), el general romano convertido en gladiador, como Balian (Orlando Bloom), el hijo bastardo de un cruzado, emprenden un viaje de descubrimiento a partir de una serie de calamidades. Ellos creen que han dejado la fe a un lado. Pero no es así, porque ambos se convierten más bien en instrumentos de un poder divino que va más allá del entendimiento racional. Allí tenía Ridley Scott un modelo muy adecuado para imprimir certeza espiritual en su Moisés.
Pero no es así. En el arranque tenemos a un Moisés inconformista aunque leal a la corte y heroico por naturaleza. Sabemos por el guion que el punto de quiebre sucede, naturalmente, cuando el príncipe egipcio descubre su origen hebreo. Y digo “por el guion” porque en la película el personaje no se quiebra, al menos no en pantalla. Luego sucede lo inexplicable: Moisés, como personaje, se debilita por completo cuando encuentra a Dios. A partir de ese momento el protagonista de “Éxodo: dioses y reyes” resulta menos creíble. En nada contribuye a mejorar este retrato la actuación monoexpresiva de Christian Bale, cuyo rictus labial puede sumarle melancolía a Bruce Wayne en “Batman”, pero que aquí resulta insuficiente. La única transformación radical que vemos en él es puramente cosmética, no emocional. Como su contraparte, Joel Edgerton compone un Ramsés rutinario, sin una dimensión que lo distinga de un villano de utilería. En cuanto al resto del reparto, dadas las limitaciones de sus participaciones, poco pueden hacer. Con excepción de un Ben Kingsley como Nun, que luce muy parecido a Ben Kingsley en sus películas previas.
Pese a la aparatosa manufactura de la producción de “Éxodo: dioses y reyes”, Ridley Scott no nos lleva más allá de una cinta de emociones exaltadas. No consigue unificar en una misma narrativa los elementos humanos con los prodigios divinos. Le cuesta ofrecernos un Moisés con convicciones religiosas y capaz de aceptar su destino.
Muy convenientemente para el espectáculo, el director acepta los milagros extremos, como el paso del Mar Rojo, pero no se convence a sí mismo de un posible diálogo entre el hombre y Dios, y lo presenta como una visión en la que un niño pronuncia las palabras divinas. Un niño al que solamente Moisés puede ver. Un recurso audaz, es cierto, pero que no ayuda a presentar con fortaleza y solidez a un hombre al que la historia considera como uno de los grandes caudillos de la antigüedad.