Lo bueno de ir al cine un lunes por la noche es la privacidad: no hay nadie.
En esas circunstancias es aceptable dedicar parte de la película, si es que esta lo amerita, a un sueño profundo arrullado por la cautivante oscuridad forzada que acompaña a la gran pantalla. Ver películas en el celular, aceptémoslo, es adefesiero. Aunque en lo que a adefesiero se refiere, pocas cosas pueden competir con la carrera cinematográfica de Tom Cruise.
La momia, con Tom Cruise en su enésimo papel de chiquiviejo aferrado a la adolescencia, es idónea para dormir en el cine. Lo que debía ser una digna narrativa del horror ha sido travestida en el soporífero infomercial de un imbécil. Esto es una herejía a la noble estirpe de monstruos prohijados en los años gloriosos del estudio Universal. Estos brutos legendarios merecen ser reivindicados de este banal reciclaje de lo irrecuperable: el pasado perfecto. Aquel donde el miedo provenía del más allá, no de las miserias terrenales (1).
-
MONSTRUOS UNIVERSALES
Carl Laemmle era un risueño judío alemán que llegó a Estados Unidos en 1884. Estableció en la costa este un próspero imperio de nickelodeons, cine estereoscópico a un centavo de dólar la película. Eso se llamaba el Laemmle Film Service.
Presiones del gremio lo llevaron hacia el otro lado del país, California, donde una topografía multipropósito y más de 300 días de sol al año propiciaban la posibilidad de hacer películas. Apenas establecido, Laemmle se dedicó a una de sus fortalezas, el nepotismo. Puso a su hijo Julius, de 21 años, a cargo. La explicación le correspondería a Freud: Julius cambió su nombre a Carl Laemmle Junior y dirigió Universal hacia un rubro por entonces virgen, salvo el emblemático y referencial Nosferatu (1922), expresionismo alemán al otro lado del océano. Nacía el cine de terror. Había un contingente importante de expatriados alemanes que, escapando del surgimiento del nazismo, ahora hacían cine en Universal. Era natural que hablaran del nacimiento de monstruos.
La dedicación de Universal al arte de asustar supuso un primer ciclo de películas que comprendieron Drácula (1931), Frankenstein (1931), La momia (1932), El hombre invisible (1933) y El hombre lobo (1935). Todos tenían una preexistencia en la literatura y el folclor, pero serían sus versiones fílmicas las que determinarían la iconografía de lo espeluznante.
LON CHANEY, EN LA CARA NOYa en 1923 Laemmle había tenido un primer ensayo en el horror a través de la versión fílmica muda de El jorobado de Notre Dame, novela de Víctor Hugo. Si bien la historia no suponía una incursión en lo sobrenatural, el énfasis en la deformidad de Quasimodo abría una puerta hacia una de las características del género: una dimensión visible de la monstruosidad.
El mérito de este acto pionero le pertenecía a un actor introvertido, lacónico y enemigo de la publicidad, Leonidas Chaney, el Hombre de las Mil Caras, que interpretó a Quasimodo deformándose las mandíbulas con alambres, las encías con gutapercha, el rostro con cera para embalsamar cadáveres, y el cuerpo con una joroba y un arnés para caminar como tullido. Era alguien que disfrutaba su oficio. Chaney rizó el rizo en 1925 al protagonizar El fantasma de la ópera. Se pegó las orejas al cráneo, se jaló la nariz hacia arriba con hilo de seda y se deformó las fosas nasales para deleite horrorizado de los espectadores. Tras esa película se hizo popular la frase: “No lo pises, podría ser Lon Chaney”.
Lo suyo no era simplemente encarnar la fealdad. Chaney tenía un don natural para visibilizar el alma torturada de lo atroz. No hay peor fealdad que la soledad o el desamor. Su talento expresivo tenía que ver con haber sido hijo de padres sordomudos, incapaces de entender algo si no era por medio de la mímica.
“Entre películas no hay Lon Chaney”, decía un actor que huía de la atención pública. De igual forma intentó escapar del paso de las películas mudas a las sonoras. Para Chaney, el gesto era el mensaje. El infortunio se encargó de hacerle eso posible. Tenía apenas 47 años cuando murió de un cáncer a la garganta.
-
LAS MANOS DE BELASin saber hablar inglés y recitando sus parlamentos de manera fonética, el actor húngaro Bela Ferenc Dezso Blasko sobrevivía en Broadway. En su tierra natal, Lugos, había interpretado a Romeo y a Jesucristo. Ahora, 1927, llegaba a sus manos un libreto escalofriantemente prometedor: Drácula.
La obra de teatro fue un éxito. El actor se hizo conocido por su nombre artístico, Bela Lugosi, patronímico en alusión a su pueblo. Ante el éxito de la versión teatral de la novela vampírica de Bram Stroker, el estudio Universal compró los derechos cinematográficos, pensando en su estrella Lon Chaney como el conde inmortal de Transilvania. Pero Chaney se murió. Lugosi quedó como el candidato natural a las tinieblas de la muerte en vida. Desesperado por el papel, el húngaro firmó contrato por dos películas sobre Drácula a cambio de US$500 por semana de trabajo. Lo que Tom Cruise debe ganar por deglutir el almuerzo.
-
Contraviniendo la descripción original de Stoker, que hablaba de un Drácula canoso, de oídos puntiagudos y bigotes; Lugosi optó por la estampa no terrenal que la naturaleza le había dado. Una galanura post mórtem. Se le sumaban sus finas maneras de Europa antigua y unas manos que hablaban el lenguaje propio de seducción terminal. Esto hizo de Lugosi, Drácula y de Drácula, Lugosi.
FRANKENSTEIN, LECTOR DE CONRADSobre los restos del set donde se filmó Drácula se empezó el rodaje de Frankenstein (1931), papel para el que Lugosi audicionó sin éxito. Este le fue dado a un expatriado inglés, cuarentón amante del cricket, del té por las tardes y de la literatura de Joseph Conrad. Hasta antes de ponerse los tornillos en el cuello, este inglés fracasaba en Hollywood bajo el nom de guerre de Boris Karloff. Con su verdadero nombre, William Henry Pratt, jamás le hubiera dado miedo a nadie. Gracias a Frankenstein, Boris Karloff dejó de ganarse la vida como camionero en Hollywood. Nunca le hizo ascos a las cuatros horas de maquillaje que suponía convertirse en cadáver resurrecto. El resultado era tan convincente que Laemmle lo hacía caminar del vestuario al set con una bolsa en la cabeza para evitar impresiones en las empleadas embarazadas de Universal.
-
Lugosi entró en profunda depresión al perder el papel de Frankenstein. Cinco ex esposas en su haber y una adicción a la morfina daban cuenta de este estado. En esas condiciones aceptaba cualquier trabajo que se le presentaba, lo que supone en su filmografía casos extremos como Abbot y Costello conocen a Frankenstein (1948) y la magistralmente desastrosa producción fílmica de Ed Wood. Lugosi fue enterrado en 1956 vistiendo la capa del personaje que le robó la vida.
ENSAMBLEN A CRUISEEn los 30, Universal le encargaba a John Brandenton, reportero que una década atrás había estado presente en el descubrimiento de la tumba de Tutankamón y sus consecuentes maldiciones, el guion de una película llamada La momia. Karloff era el estoico candidato natural a soplarse ocho horas de extenuante maquillaje al horno que lo convertirían en Imhotep, momificado en vida por deshonrar el Templo de Karnak.
La historia de un amor maldito que desemboca en gente embalsamada viva hizo de la momia una franquicia proclive al abuso. La película pionera en este momidicidio fue la llamada La mano de la momia, del año 1940. En esa versión el momificado se llama Kharis, castigado por robar la planta sagrada tana, capaz de resucitar a los muertos. Un Viagra espiritual. El error de horrores en esa película se origina en que se filmó en la escenografía de otro filme anterior, Infierno verde, que transcurría en el imperio de los incas. Es lo que explica que estando en el Templo de Karnak, Egipto, la momia deambule entre iconografía incaica enmarcada por esculturas de auquénidos. Oportuno citar al finado Abanto Morales: Déjame en la puna vivir a mis anchas.
De acuerdo, Cruise no es el primero en cagarla en el desierto. Pero queda claro que la gente que no se ubica es una monstruosidad.
(1) Saludo y homenaje fraterno a José Antonio Arteaga, precoz príncipe de los monstruos de Universal Studios desde aprox. 1970.