RODRIGO BEDOYA FORNO
El gran problema de “Transformers: la era de la extinción” es, básicamente, el mismo problema que ha arrastrado la saga desde sus inicios: confunde sorprender con abrumar, velocidad con apresuramiento, espectacularidad con artificio. Y si el punto más bajo fue “Transformers: la venganza de los caídos”, “Transformers: el lado oscuro de la luna” apuntaba un poco más alto sobre todo por la batalla de Chicago, que sí conseguía sorprender con algunas escenas verdaderamente espectaculares pero, lo más importante, filmadas con ritmo y con tino para generar tensión.
En esta cuarta parte de la saga, lo mejor se centra básicamente en su primera hora, cuando la película nos introduce a los personajes. Sí, la tensión padre-hija entre Mark Wahlberg y Nicola Peltz se acerca demasiado al culebrón debido a la explicación una y otra vez de la sobreprotección que él ejerce sobre ella, pero por lo menos la acción avanza ágilmente, viendo cómo la familia protagonista del filme se pone en problemas cuando un viejo camión que Wahlberg compra se transforma en Optimus Prime. El clima caluroso del sur de los EE.UU. en el que ocurre la película ayuda a generar cierto ambiente árido que colabora a que la acción cobre cierto interés.
Pero los problemas comienzan cuando se acaba esa introducción y Wahlberg, junto a su familia, deben asumir el rol de héroes. Y la cosa pasa, básicamente, por Michael Bay. El realizador de toda la saga de los robots, además de “Armagedón” y “Pearl Harbor”, ha demostrado que la sutileza no es lo suyo, lo cual no está mal (Oliver Stone no es sutil, y algunas buenas películas tiene). El problema está en que Bay entiende la acción como una sucesión imparable de escenas espectaculares, de puro derroche de artificio, sin importar el ritmo con el que se presentan. Para el director, lo que importa es la acumulación. El tema está en que la mecánica de la película se hace evidente, lo que termina por hacerlo todo muy largo y previsible.
Por eso, todo lo que ocurre en la secuencia de China resulta agotador: Bay nos lanza encima todo su arsenal, pero sin la menor capacidad para tomarse un respiro entre escena y escena (lo que la película pide a gritos) como para pausar la acción y generar algo de tensión. La acumulación resulta imparable y todo termina por hacerse mecánico y, peor aún, solemne, con esa música machacona que nos recuerda, en todo momento, que lo que vemos es impresionante y grandioso.
Esa falta de tino también se ve, por ejemplo, en la transformación del personaje de Stanley Tucci, que pintaba como un villano corporativo atractivo pero que termina siendo un simple acompañamiento cómico, haciendo bromas porque en algún momento hay que meter chongo. Tal es la lógica de “Transformers: la era de la extinción”: exagerarlo todo, ya sea la acción como la comedia, a como dé lugar. El resultado final es, por supuesto, indigesto.