Juan Gualberto Valdivia Cornejo, quien más tarde sería llamado “mentor de gobernantes”, nació en Yslay, provincia de Arequipa, el 12 de julio de 1796. Sus primeros años trascurrieron entre ese puerto y el Cuzco hasta que, concluidos sus estudios secundarios, ingresó al convento de los Mercedarios donde fue consagrado sacerdote. En 1826, ganado ya por su vocación política, optó por secularizarse. “Desde entonces, escribió Raúl Porras Barrenechea, alterna las funciones eclesiásticas -sin mengua de su virtud que fue austera, no obstante su posición contraria al celibato eclesiástico- con las civiles y revolucionarias, en las que sería muchas veces clave del motín. Cura párroco con arranques místicos y cortos períodos eglógicos, profesor de colegios y academias, orador sagrado emocionante, Valdivia tuvo siempre un lugar en el coro arequipeño, debajo de cuyo sitial se esconderían muchas veces las armas sediciosas, y fue sucesivamente Prebendado, Arcediano en 1846 y Deán en 1853″.
Pero todas estas actividades y otras más, con ser importantes, quedaban relegadas a un plano secundario al momento de la conspiración, del somatén, la arenga y la batalla. Partidario fervoroso de la Confederación Perú-Boliviana, el sacerdote liberal y turbulento la defendió con sus artículos panfletarios. Vencido Santa Cruz, el Deán conocerá las horas tristes de la prisión, logrando, empero, evitar las del destierro.
Enemigo de Vivanco y de Echenique, prosélito encendido de Nieto y de Castilla, la figura del Deán se convierte en pieza importante de una etapa histórica signada por el caudillismo militar, la pasión política, el caos y la violencia. Estos episodios anárquicos que lo tuvieron como actor principal o testigo de excepción van quedando grabados en la memoria de Valdivia quien los volcará más tarde en un libro cargado de vehemencias, arbitrario y palpitante, las Memorias sobre las Revoluciones de Arequipa desde 1834 hasta 1866. (Lima 1874), por cuyas páginas vemos desfilar a Felipe Santiago Salaverry “con aquella risa ferina que jamás le bañaba el rostro de placer”; a Santa Cruz, pétreo, taciturno, impenetrable; o a los jefes peruanos disputando antes de la batalla de Ingavi; o también al espartano Domingo Nieto traicionado y apresado por “uno de los jefes que no lo dejaba a ninguna hora adulándolo” o, finalmente, a Salaverry y a Trinidad Morán en el momento en que se enfrentan a un pelotón de fusilamiento.
Las Memorias de Valdivia constituyen, pues, una fuente muy rica y espontánea para conocer en detalle la forma en que se gestaban y realizaban las revoluciones en Arequipa, ciudad caudillo, cuando las torres de sus iglesias, sus calles, y su verde campiña se convertían, repentinamente, en
sangrientos campos de batalla. Claro está que en medio de los episodios que va narrando aparece el Deán Valdivia, siempre en rol protagónico, no solo como inspirador de las revueltas y redactor de proclamas sino también como “estratega militar”. Son estas páginas apasionadas y egolátricas, con sabor a pólvora y vivac, material histórico valioso, aunque desordenado, sobre todo cuando relata las guerras e intrigas de la Confederación Perú-Boliviana. Valdivia, en sus Memorias, se muestra consecuente y leal con sus amigos, los exalta y encarece, de la misma forma en que deprime y baldona a sus adversarios. Pero con todos estos defectos, pese a su obvia falta de objetividad, en la obra del gran demagogo arequipeño se pueden encontrar testimonios indispensables para conocer y comprender la forma en que la ciudad del Misti supo luchar con sus caudillos.
Representante por Arequipa en el Congreso Nacional, en varias oportunidades, Valdivia fue también Rector del Convictorio de San Carlos, Director del Colegio Independencia Americana y Rector de la Universidad del Gran Padre San Agustín. En Arequipa fue igualmente miembro de la Sociedad de Beneficencia, Presidente y fundador de la Academia Lauretana, Presidente honorario del Club Literario de Arequipa y miembro honorario de la Sociedad de Artesanos. La obra escrita de Valdivia, además de sus Memorias, consta de Fragmentos para la Historia de Arequipa, de unas Misceláneas, de un manual místico y de un curioso Manual para los bañantes en las aguas termales de Yura y Jesús. Sus artículos periodísticos, entusiastas y polémicos, suman varios cientos.
Con el correr de los años, cuenta uno de sus biógrafos, el Deán Valdivia fue olvidando sus ardores políticos y bélicos para encontrar sosiego y consuelo en brazos de la fe. Así, pues, con más tesón que nunca se dedicó de lleno a sus labores religiosas y a numerosas obras de caridad, hasta que el 12 de diciembre de 1884, en Arequipa, un ataque cerebral le quitó la vida. Paradójicamente el sacerdote no murió cabalgando al frente de sus montoneros o en una trinchera sino a los 88 años de edad, rodeado de amigos y rezos susurrantes, con la más edificante y cristiana resignación, empuñando tiernamente un crucifijo en vez de un rifle.
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